Siempre he admirado a las personas que llevan los zapatos limpios y a las que son muy meticulosas con sus pequeñas tareas. Recuerdo la primera vez que compartí esta idea tan intrascendente. Estaba en Londres, en las escaleras de hormigón de un apartamento de viviendas sociales, mirándome la punta de mis zapatos algo sucios y en compañía de mi compañero X. Aquel invierno, duro y sucio, X y yo trabajábamos como comerciales vendiendo cuentas de Tele2 en los suburbios de la capital inglesa. El trabajo no era fácil, porque mi inglés de colegio español y su pachorra de tendero caribeño no resultaba a menudo suficiente para colar algún contrato a las almas caritativas que nos abrían los centenares de puertas que rondábamos cada día.

Aquella mañana, después de varias horas tocando cada uno por su lado los timbres y picaportes en los alrededores de Clapham Junction, con los papeles a cuestas y el chubasquero de Tele 2 algo sucio, coincidimos en el bajo de uno de los portales. Entre risas y lamentos de los pocos resultados que habíamos conseguido tras cuatro horas a la intemperie, llegó la hora de la comida. X contaba con haberse comprado un sándwich en algún destartalado local. Pero allí estábamos orillados de la realidad, y lo más vivo que se veía alrededor en esas escaleras de hormigón eran las colillas que rodaban cada vez que el viento se colaba por debajo de la puerta. Así que compartimos como si fuéramos viejos compañeros de patio de colegio un par de sándwiches que llevaba en mi bolsa. El jamón le gustó pero el paté no le hizo tanta gracia.

Pasamos unos minutos más, de sobremesa, sin postres ni café, sobre un escalón frío, hablando de las mujeres españolas y haitianas. Él me enseño la foto de su novia en el móvil, orgulloso de que una inglesa bastante aparente, de piel pecosa y ojos azules amplios le pidiera que se acercara cada tarde noche hasta los bajos (de su apartamento). Tengo algo que no le dan los ingleses, me dijo sonriendo. Pasión, ternura, picardía u otros atributos… pensé yo.

Pero X también bebía como los ingleses, como demostró al día siguiente. Fue la última vez que nos vimos. Aquel día, en compañía de otro colega de la empresa, desertamos de nuestras obligaciones comerciales para pasar la tarde bebiendo en un pub de la zona. Bebimos sin preocupación, sin mirar los billetes que se iban cada ronda que pedíamos sin parar. Maldiciendo la mezquindad de nuestros jefes y debatiendo las posibilidades que ofrecía Londres, pero que todavía nosotros no habíamos olido. Esa noche terminó de una manera confusa, con un peluche amarillo en mis manos, que todavía tengo en mi habitación, en un taxi rumbo a mi casa. No recuerdo en qué momento me despedí de X, ni siquiera si lo hice, pero seguramente no nos dijimos ninguna frase para la posteridad, esperando volver a vernos a la mañana siguiente. Ninguno de los tres volvimos a pisar las oficinas de la compañía.

X era haitiano. Un detalle como otro cualquiera entonces, pero más importante ahora que la tierra ha vuelto a demostrar que ella también es dueña y señora. X me vino a la mente durante la rueda de prensa con la jefa suprema de la diplomacia europea, Catherine Ashton cuando, en compañía de Moratinos, explicó las medidas que iba a tomar la UE para ayudar a Haití. Los burócratas europeos detallaron con la pulcritud de un contable su esfuerzo solidario con los haitianos, las visitas que iban a hacer a la zona y el compromiso de la UE. Mientras, yo pensaba en X, en nuestros sándwiches y nuestras cervezas. Era tal el contraste entre la realidad y el pensamiento (ya me gustaría que fuera deseo, Cernuda) que no pude evitar que se me escapara un cierto tono de protesta cuando pregunte a la baronesa Ashton si, en vez de viajar tantos líderes del mundo libre a fotografiarse entre las ruinas de la tragedia, no sería más útil que dejaran las pistas del colapsado aeropuerto libres para la llegada de médicos y ayuda. Puede que quedara demasiado duro, o poco diplomático, sobre todo por ser la primera pregunta. Seguramente será porque todos nos sentimos un poco culpables porque Haití siga siendo tan pobre, y que nos tengamos que dar cuenta 75.000 muertos después. O porque yo no recuerde como me despedí de mi amigo X.

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