Mi muy estimado lector, amanecía yo hoy, día de Navidad de 2009 a eso de las doce de la mañana. Entro en la cocina y ahí está mi abuela, sonriendo y mirándome, como si hubiese adivinado que iba a cruzar el dintel de la puerta en ese preciso instante.

No dudo, me siento en frente suyo y me limito a esperar. Contemplándola. La observo y estudio su cara que me recuerda a un vetusto roble, casi centenario, curtido por los años. Y comienza a hablar.

Hablamos de los personajes del pueblo: pues Fulanito tal, pues Menganito cual…Hablamos de todos, sin prisa pero sin pausa. Me rio, reímos juntos…silencio.

Decido bajar al pueblo, a la jungla, es la hora del vermut. Bajo las cuestas con pesadez y comienzan a sonar los grandes éxitos de los villancicos del momento. Me inunda el espíritu navideño, comienzo a tararear sin querer y termino por asomar a la plaza de mi pueblo con una sonrisa de oreja a oreja y canturreando entre dientes, como si tras salir de la mesa de operaciones tuviese aún los efectos de la anestesia.

¡Y comienza el desfile! Se abren de par en par las puertas de la Iglesia, como si del Arca de Noé se tratara y comienzan a salir de ella todo tipo de especies animales, algunas de ellas nunca antes conocidas por mí. Todos sonrientes, agarrados, con sus pieles anudadas al cuello como abrazadas a ellos. Todos ellos organizados en camadas, jaurías, piaras… con el macho dominante al frente, abriendo paso. Sin empujones, pero con una cierta impaciencia por hacerse con la primera ración matutina de calamares.

¡Es Navidad! Se palpa en el ambiente. Es inconfundible, el pueblo entero está perfumado, un penetrante olor a alcanfor inunda mis fosas nasales cada vez que algún vecino se desprende acompasadamente, como siguiendo un ritual, de las pieles que los adornan.

¡Y el bar es una fiesta! ¡Feliz Navidad! ¡Felices Pascuas!. Y llega el momento estelar.

Se acercan vecinos, esos que tantas veces hemos visto a lo largo del año y que a un saludo nuestro sólo contestaban con un sonido gutural difícil de identificar. Se acercan como digo: palmada en la espalda, la mano bien abierta, apretón de manos como echando un soga-tira llevándonos a su terreno y mirándonos como si fuésemos el hijo pródigo que vuelve a casa por Navidad, exclaman: ¡¡Feeeliiiiceees Pascuas!! Y seguidamente: ¿qué tal tus padres?, A lo que nosotros contestamos mecánicamente: igualmente, mis padres bien gracias, y piensa uno: ¿llevará dos vinos de más?, ¿se habrá confundido de persona?.

Termina el chiqueteo, todos de vuelta al corral, y yo al mío. Vuelvo a entrar a la cocina. Ahí sigue mi abuela. Exactamente igual a como la dejé. Sigue sonriendo. Le cuento mi aventura por la jungla con pelos y señales.

Ella escucha negando con la cabeza, y levantando la mirada al techo solo acierta a decir: que baje Dios y lo vea.

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