Son muchos y muchas quienes, a lo largo de los últimos casi cien años, han dormido o han querido dormir junto a Federico García Lorca. Tumbarse en su barraca un rato. Un minuto. Un siglo. Soñar sus palabras e interpretarlas. Darles la vuelta. Mirarlas desde la misma perspectiva o, tal vez, desde alguna otra. Han repetido sus guiones y sus poemas, volviendo a darles voz y presente. Reviviéndolos para honrar el talento y la memoria del poeta granadino. Han sido, por lo tanto, muchos los osados que se han atrevido a querer adentrarse en su cabeza y pensamientos, en sus reflexiones y obsesiones, en sus musas y tormentos. Tarea complicada cuando se habla de un genio. Sin embargo, más difícil parece, no sólo entrar en la mente de Lorca, sino traspasarla e ir más allá; romper los muros gruesos de la casa de Bernarda Alba y colarse, durante cerca de una hora y media, en la cabeza de uno de sus personajes con más personalidad, La Poncia. Y ahí es donde Luis Luque ocupa su lugar; en la butaca más centrada del Teatro Juan Bravo de la Diputación de Segovia, en la sexta fila, desde la que ayer, sin apenas pestañear, observó a su Poncia, Lolita, estrenar por primera vez cada una de las palabras que, leyendo a Lorca, ha advertido en la garganta de la criada. Osado y seguramente acertado.

 

Casualidad o no, las campanas tocaban ayer y se oían en el interior del Teatro Juan Bravo unos segundos antes de que las últimas cenizas de Adela cayesen sobre las tablas del escenario segoviano. Si no hay actriz más idónea que Lolita para ser La Poncia, con su melena fosca, su cara morena, su mirada profunda y su concepto de la palabra ‘familia’ –familia que no se perdió ni un segundo de su estreno-, no había tarde mejor que la de ayer en Segovia, destemplada y nublada, gris y aventuradamente invernal, para representar un texto lleno de luto y reproches, de ganas y libertad reprimidas. Pronunciadas en soledad por no atreverse a ser del todo valientes. En medio de lo que Luque, a veces aliado y replicante del texto de Lorca y otras original y lúcido, definió acertadamente como un “convento de pena”.

“¡Silencio, silencio, silencio!”, gritaba La Poncia en una milagrosa coincidencia, y aunque parte de los espectadores del Teatro Juan Bravo no llegaron a discernir entre el deseo de la dramaturgia y la consideración de la realidad, ambos se cumplieron a medias. En medio de una música tintineante de otra época, a los pies descalzos de Lolita, de La Poncia, se le sumó el resto de su cuerpo para dejar de ser una sombra, aparecer de entre la pureza blanca de Adela, al fin pronunciar su nombre y, a rostro descubierto, comenzar con los lamentos. Contra sí misma. Contra Bernarda. Contra María Josefa. Contra toda la envidia, la tiranía, la opresión y hasta la fealdad materna que ha alimentado la vida de cada una de las hijas de Bernarda Alba desde que Lorca dio dos vueltas de llave a su texto para abrir su casa. Contra Pepe ‘El Romano’, por supuesto. También contra la sociedad de los años veinte del veinte y, por qué no decirlo, un poco también contra la de los años veinte del veintiuno; porque “toda historia tiende a repetirse”.

Luque entra en Lorca y abre la puerta a Lolita para darle a La Poncia la voz de la segunda fase del duelo; la de la ira. Lo hace con respeto al granadino y también al lenguaje de su época, de manera ordenada, pero también vehemente, mientras Lolita señala con el dedo al patio de butacas, se dirige con mirada perdida hacia la luz, baila con las sábanas, frunce el ceño o se golpea el pecho con fuerza. Sin duda, como advierte un texto que, tal y como manifestaron algunos de los espectadores -que durante más de un minuto ovacionaron a Lolita tras su sentencia final-, sería interesante poder leer con tranquilidad, nadie puede vigilar lo que ocurre dentro de un alma. Pero hay quien sí puede imaginarlo y dormir para soñarlo un rato. Un minuto. Cerca de noventa tal vez. ¿Quién sabe si un siglo?

 

Ana Vázquez Aguado