No puedo quitármela de la cabeza. No quiero y no puedo. Cisne Negro es ya para mí una de las mejores películas que he visto en los últimos años. Una de esas que me recuerdan por qué me gusta el cine. Una coreografía en busca de la perfección que termina con un fundido a blanco y la sensación de haberla encontrado. Un juego de dualidades entre el blanco y el negro, la luz y la oscuridad, la fragilidad y la crueldad.

Había pensado en aprovechar este último post antes de los Oscar para hacer una pequeña valoración de las principales historias que compiten por la estatuilla a la mejor película. Pero me he dado cuenta de que Cisne Negro se ha convertido en mi favorita. Muy por delante de El discurso del Rey (de la que sólo puedo decir cosas buenas, pero que me parece una película menor) o Valor de Ley (de la que destaco al brillante Jeff Briges) o La red Social (que cada vez me parece más sobre valorada).

He necesitado horas para digerir la intensidad de la mirada de Natalie Portman, esa fragilidad constante, la carga dramática que arrastra en cada paso de baile, en cada giro. Es abrumador asistir a la metamorfosis de Nina, su personaje. La representación alegórica más bella y angustiosa que he visto nunca en la gran pantalla. He leído que la actriz ensayó 5 horas diarias durante un año con bailarines, coreógrafos y un entrenador personal, para retomar los conocimientos de ballet que adquirió de niña. También he leído que finalmente tuvo que ser doblada en más de 200 planos. Ni una noticia ni otra me parecen suficientes para otorgar o retirar el Oscar a alguien. La actuación de Portman se sostiene por sí sola. Su mirada se enciende y se apaga como por arte de magia. Su fragilidad te lleva a la más cruel de las compasiones y su belleza te hace pensar en el más espectacular de los cisnes. De hecho su personaje alberga una trampa, porque incluye dos roles antagónicos que debe interpretar la misma persona. Un exigente y degenerado Vincent Cassel, una torturada Winona Ryder y la replicante Mila Kunis completan el reparto de Cisne Negro. Escaso, pero convincente.

Durante dos horas de metraje asistimos a un espectáculo de ballet, lleno de intriga y de suspense. Para mí, que no entiendo de eso y que he visto muy poco ballet, es emocionante ver cómo las bailarinas se elevan hasta pensar que no rozan el suelo ni con la punta de sus pies. Aronofsky mueve la cámara como si en lugar de retratar a la bailarina, quisiera perseguirla, acosarla. Y ese tratamiento es el que consigue que me estremezca con cada gesto. Con una simple uña, un abrir y cerrar de ojos o una mirada frente al espejo. En cada plano se siente la angustia de la protagonista por ser perfecta, por conseguir la ternura del cisne blanco y la espontaneidad del cisne negro. Desde el principio se puede intuir cómo acabará la historia, pero no por eso dejamos de sorprendernos en cada secuencia. A penas hay dos escenas en las que asoma algo de comedia. Lo demás nos llega envuelto en un halo dramático difícil de digerir.

Conocía al Aronofsky de  Réquiem por un sueño y El luchador y me gustaban. Ahora me gusta también el que está detrás de Cisne Negro.
Quizás debería dejar reposar la película un par de semanas antes de escribir esta crítica. Pero no quiero privarme de plasmar en papel las impresiones más recientes que deja en mí cada película. Al fin y al cabo se trata de sentir cosas, no?

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