Muchos de los que ya testaron en el Teatro Juan Bravo de la Diputación conocer de su mano la historia de los hermanos Lehman o quisieron saber cómo se iluminan las noches sin luna, no faltaron ayer, cual Roselo con Julia, puntuales y prestos, a la cita con los amantes de Verona contemplados desde el balcón de Lope de Vega. Mucho más divertido que el de Shakespeare. Mucho más condescendiente con sus protagonistas. Los montajes de Sergio Peris-Mencheta son un beso para los amantes al teatro y no sería atrevido asegurar que también para los que no. Un primor. Una fiesta que anima a la gente.

El encuentro, por extenderse cerca de tres horas, en verso y, por momentos, en italiano traducido en sobretítulos de ópera, podría haberse augurado tedioso, largo y sobreactuado, pero Sergio Peris-Mencheta, el director del ‘Castelvines y Monteses’ que ayer se apoderó de norte a sur y de este a oeste del Teatro Juan Bravo, del escenario al patio de butacas, atesora un ‘cielo infinito’ , un universo entero de recursos para conseguir no sólo que el clásico sea actual, algo inherente a la condición de ‘clásico’, sino también para que lo parezca. Y eso es harto complicado.

Y eso es algo que consiguió desde las primeras escenas, cuando, disfrazados de astronautas, de gallos o de monjas, los intérpretes de Barco Pirata y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico declamaron versos del Siglo de Oro en un ambiente digno de la mejor fiesta de carnaval del siglo veintiuno.  Las tablas del Juan Bravo eran la puerta de entrada al Castillo de los Castelvines y también a la taberna de Monteses, el muro que hacía inaccesible el alma apalabrada de Julia y la tapia por la que los gatos saltaban una y otra vez guiados por el corazón indómito y desbocado de Roselo. Durante cerca de tres horas. En verso. Por momentos en italiano. Sin pausas. Sin treguas. De manera frenética. Pasional. Entregada. Trepidante. Con música en directo. Con coreografías. Con versatilidad por parte de todos los intérpretes. Con participación del público. Con respeto en todo momento al texto de Lope.

‘Castelvines y Monteses’ deja al espectador exhausto. Con ganas de más. Con el deseo de reencontrarse en algún momento con Julia, con Roselo, con Dorotea y Anselmo. Cómo no, con los divertidísimos Celia y Marín. De volverse a citar con Sergio Peris-Mencheta, con toda seguridad. Es uno de esos montajes que transmite la alegría de quien lo interpreta, el orgullo, la felicidad y el honor de pertenecer al elenco, y que deja al público deseando volver al teatro; el mismo efecto que, suponemos, lograba Lope con sus obras en los corrales de comedia. ‘Castelvines y Monteses’ es una obra que baila, que ríe, que divierte y que enternece. Es una obra que toca la guitarra, el teclado y la bandurria, una obra en la que caben mariachis y sacerdotes y que tan pronto es comedia y juega a convertir a algunos de sus personajes en bufones, como se transforma en drama y permite dejar morir a uno de sus protagonistas mientras canta “Ma tutti I sogni nell’alba svaniscon perché; Quando tramonta la luna li porta con sé”. Muchas veces también es tragicomedia y el espectador no sabe si morir de pena o de risa y, en todo momento, es un espectáculo que, como sentenciaba la abuela de quien suscribe cuando se quedaba sin palabras y quería expresar su asombro, aplauso, excelencia y admiración.