Después de volver del festival de San Sebastián, unos amigos me propusieron algo. Una excusa para vernos, con el cine como telón de fondo y la casa de alguno de nosotros como escenario. La idea era que cada uno eligiera una película que sólo él hubiera visto y creyera merecedora de dar a conocer a los demás. El organizador prepararía la cena y daría a conocer algunos detalles del largometraje. Me pareció una idea estupenda y ya hemos celebrado la primera sesión.
La rosa púrpura del cairo fue la elegida. Con más de 40 películas en su curriculm y más de 30 años trabajando en el arduo mundo de la dirección, Woody Allen me volvió a sorprender con este trabajo. La realizó en 1985, justo después de Brodway Danny Rose y antes de la maravillosa Hanna y sus hermanas. Mía Farrow es la protagonista. Una mujer rodeada de problemas que acude al cine cada tarde para ver la misma película, que protagoniza su actor favorito. El rato que pasa sentada en la butaca es el único en el que se siente feliz, liberada y sin preocupaciones. Al llegar a casa le espera un marido exigente y maltratador y en el trabajo planean despedirla.
Un buen día, después de sesiones y sesiones de la misma película, el actor traspasa la pantalla y le declara su amor. Le confiesa que quiere dejar de ser actor para vivir con ella en el mundo real.
Mía Farrow, Con su gesto infantil y tierno, a veces bobalicón, conquista también al espectador, que se convierte en testigo de una historia de amor de película, dentro de otra película. El metacine.
Por su parte Jeff Daniels borda su doble identidad. El actor de Dos tontos muy tontos o Buenas noches y buena suerte, convence con su arrogancia, chulería y su pelo repeinado y, lo más difícil, empatiza contigo.
Pero lo mejor de la película no son los actores, que también, si no el guión. La idea de que el cine nos hace soñar, creer que el mundo puede ser mejor, y que no tenemos porqué renunciar a las historias de amor que vemos en la gran pantalla. La frescura, la complicidad, la ternura y amor por el cine, se palpan y se sienten en cada fotograma del largometraje.
Cuando termina la película me doy cuenta de que el celuloide se inventó para que nuestra vida fuera mejor, y vaya si lo ha conseguido!