Leyenda de la calle Muerte y Vida:

Alrededor de 1520, los comuneros segovianos tenían sitiados en el Alcázar a los partidarios del Emperador, a quienes esperaban rendir por hambre. Durante esta ofensiva, ocurrió que Diego de Riofrío envió a un criado con una yunta de bueyes a arar una tierra que poseía detrás del Alcázar y los sitiados, en un rápido golpe de mano, capturaron tanto al yuntero como los bueyes. Los sitiadores, indignados por el alivio que para los sitiados suponía la carne de los animales, acudieron en tropel y sacaron a Diego de Riofrío de su casa para acusarle ante la justicia.

En el camino hacia la casa, en dirección a la calle de San Francisco, una vieja gritó a las turbas desde una ventana para alentarles a que le ahorcaran, en lugar de llevarle a la cárcel. Sin embargo, según narra Colmenares, algunos bien intencionados los detuvieron y se adelantaron a tener abierta la prisión, para librarle de la muerte con el encarcelamiento.

Por este hecho, desde entonces la calle y el inmediato puente fueron conocidos como la calle Muerte y Vida y en recuerdo del suceso pusieron en la ventana las tablas.

La pieza muestra a la Muerte, que aparece simbolizada como una vieja cubierta con un sudario, que cruza sobre el pecho el brazo derecho, desnudo y esquelético, apoyado en un tosco bastón y con el rostro tornado en calavera. La contraventana derecha representa a la Vida como una joven noblemente vestida, con un camafeo pendiente de una cinta y con cabellos largos y rizados.

Leyenda de María del Salto:

Fray Rodrigo de Cerrato fue un fraile dominico conocido hoy como cronista y hagiógrafo por su obra en la que recopiló diversas biografías de santos, recogió algunos hechos milagrosos y comentó varios momentos del ciclo litúrgico. Entre los temas marianos tratados por el dominico se encontraba el milagro de la judía que salvó su vida en Segovia gracias a la intervención de la Virgen.

Según relata él mismo hacia 1237 una mujer cristiana acusó a otra judía de haber cometido adulterio con su marido. Los jueces, considerando la gravedad del delito y el desagravio necesario para la religión cristiana, condenaron a la acusada a morir despeñada desde unas alturas situadas en las afueras de la cuidad. LLegados al lugar de la ejecución, la judía fue atada y despojada de sus ropas, excepto de una camisa. La mujer no dejaba de proclamar su inocencia y viéndose perdida decidió encomendarse a la Virgen María. A continuación fue arrojada al vacío, pero milagrosamente no sufrió daño alguno en la caída, como pudieron comprobar los numerosos cristianos, judíos y musulmanes que se habían congregado para asistir a la ejecución.

Demostrado de este modo su inocencia y convencida de haber salvado la vida gracias a la intervención de la Virgen, la judía solicitó su bautismo. A partir de ese momento fue conocida como Marisaltus o María del Salto. María por ser éste el nombre cristiano que había escogido en alabanza a la Virgen y del Salto en recuerdo del milagro que había evitado su muerte.

Fray Rodrigo concluye su relato indicando que estuvo en Segovia, oyó el suceso de boca de muchos testigos y vio personalmente a la protagonista del mismo.

Otro aspecto de interés respecto a María del Salto es la existencia de un sepulcro suyo en la catedral vieja, templo actualmente desaparecido y que se encontraba situado en la edad media frente al Alcázar de la ciudad.

La presencia de esta sepultura es un hecho, pero al no conocerse el momento y las circunstancias de su construcción hay que ser muy prudentes a la hora de considerar este elemento como una prueba de la existencia real de la judía salvada por intercesión de la Virgen.

Desde el barroco se ha venido a relacionar la figura de Maria del Salto con la devoción mariana a la Virgen de la Fuencisla, patrona de la ciudad de Segovia. Del mismo modo, el lugar del despeñamiento se identificó con las peñas Grajeras, a cuyos pies se construyó el santuario de la Fuencisla. Sin embargo, una serena revisión de la documentación medieval sugiere que la aparición de esta querida advocación para los segovianos no se produjo, por lo menos, hasta finales del siglo XV.

El príncipe y la aya:

El balcón central de la Sala de los Reyes del Alcázar de Segovia muestra una cruz que rememora un suceso del que los siglos han cuajado dos versiones. La más legendaria cuenta que, estando el infante D. Pedro de Castilla, hijo de Enrique II el de las Mercedes, en el balcón en brazos de su aya, resbaló y cayó al vacío. El aya, atemorizada, se lanzó tras el niño. La versión histórica apunta que el infante, de 12 años, cayó mientras jugaba a la pelota con sus amigos.

Iglesia de la Vera Cruz:

Según cuenta la leyenda durante la vela de un caballero de la orden el cuerpo, en un descuido de los demás hermanos, que lo dejaron solo, y sin que nadie se diera cuenta fue atacado por los grajos que devoraron el cuerpo. El prior maldijo a estas aves impidiéndoles entrar o acercarse a la iglesia. Desde entonces nadie ha vuelto a ver grajos en la Iglesia de la Vera Cruz.

Leyenda de la Mujer Muerta:

El perfil que dibuja sobre el cielo la silueta de la montaña conocida como la Mujer Muerta, es un capricho geológico, interpretado desde el prisma popular y legendario de la siguiente manera: la esposa del jefe de una tribu que vivía en el cerro del Alcázar, muerto aquél, crió a dos hermosos niños gemelos que, con el tiempo, se enfrentaron para asumir el liderazgo del pueblo.
La madre, desesperada ante la posible lucha fratricida, ofreció a Dios su vida a cambio de la supervivencia de sus vástagos.

Cuando éstos iban a pelear, una ventisca seguida de una formidable nevada -en pleno verano- se lo impidió. Disipado el temporal, los hermanos comprobaron que una montaña cubría lo que hasta entonces había sido llanura. Dios había aceptado el sacrificio de la mujer, cubriendo su cuerpo yacente con nieve.

La leyenda dice que dos pequeñas nubes se acercan al atardecer a la montaña: son los dos hijos que besan a su madre.

Leyenda de la casa del crimen:

En el barrio de San Millán de Segovia también conocido como ‘El de las brujas’ existe un lugar que durante mucho tiempo algunos vecinos trataban de esquivar de su recorrido, La Casa del Crimen.

Un enorme palacete marcado por un crimen tan atroz que hace que un siglo después siga siendo conocido como La Casa del Crimen.

Una casa de finales del siglo XV, una casa que construyeron la familia Ayala Berganza, donde vivían en ese momento Alejandro Bain y una sirvienta. Bain era un hombre introvertido, incluso misterioso. A nadie daba cuenta de sus hábitos y mucho menos de sus caudales.

Una trágica noche del mes de mayo de 1892, tres rateros se colaron en el caserón accediendo por el pajar donde pasaron resguardados la noche entera a la espera de un mejor momento para llevar a cabo un robo en la casa por la creencia de que su interior albergaba grandes riquezas. Para conseguir su propósito los rateros asesinaron al señor Bain y a su sirvienta.

Las autoridades judiciales y los agentes de la policía, en las horas posteriores al suceso, entraron en la casa y encontraron un cuadro desolador. El cadáver del señor Bain se encontraba en el descansillo de la escalera en posición de decúbito supino con la cara ensangrentada y tapada con un pañuelo. Incluso en las uñas de los dedos tenía restos de la cal que había arrancado de la pared.

Dos años después del incidente, tras una importante labor de búsqueda en que la prensa y la policía fueron de la mano consiguieron dar con el nombre del los tres asesinos que, sin saberlo, habían marcado para siempre aquella casa del barrio de San Millán. Eran Aquilino Velázquez, Emeterio Salinas y Enrique Calleja.

Una mañana en el Cerro de la Horca fueron ajusticiados. Se comenta que fue el último ajusticiamiento de Segovia con el método del Garrote Vil.

Durante años la casa permaneció cerrada siendo el objetivo de las miradas curiosas y al a vez temerosas de los vecinos y transeúntes. Parecía como si, marcada por el crimen atroz, nadie quisiera comprarla. Hasta que en 1898 el pintor Ignacio Zuloaga lo utilizó como taller de pintura. Fue allí donde encontró la inspiración para una de sus grandes obras: ‘Las brujas de san Millán’. A raíz de una terrible visión protagonizada por el pintor y amigo Pablo Uranga en los sótanos del caserón.

Sintió curiosidad de inspeccionar la casona. La casa no estaba habitada y no utilizaban todas las habitaciones, muchas de ellas estaban cerradas. Empujado por esa curiosidad, Zuloaga llega hasta el sótano. Al bajar, la visión que observó enfrente de él le dejó horrorizado. Ante sus ojos un grupo de mujeres vestidas de luto, viejas y desdentadas estaban alrededor de una hoguera invocando a satanás.

La visión debió de durar muy poquito ya que cuando las mujeres percibieron la presencia de Zuloaga, se evaporaron y la visión desapareció.

Durante años la casa del crimen volvió a quedar totalmente abandonada. Mucho tiempo después pasó a ser una carbonería antes de convertirse en el actual hotel, Palacio Ayala Berganza, donde clientes y trabajadores han vivido noches de terror. Manos marcadas en la colcha de la cama, sonidos de una ducha en habitaciones donde no hay nadie.

Se comenta que se oyen llantos en una habitación muy próxima al lugar del asesinato de Bain, la habitación 101.

Pese a haber pasado 120 años de la tragedia la muerte parece seguir presente como si el dolor o las sombras desatadas esa noche reverberaran aún con fuerza en la casa del crimen.

Leyenda de la Academia de Artillería:

Ubicada en el antiguo Convento de San Francisco, no ha vivido ajena a los consiguientes rumores sobre sus habitantes “gaseosos”.

Dice la leyenda que de vez en cuando, por sus pasillos y, principalmente por un muro del claustro, se ve la figura de un fraile “ataviado con un hábito y encapuchado”. Son varias las personas que lo han visto, algunas conocidas y de alto rango militar y, todas lo han definido como una figura “oscura, rápida, moviéndose como levitando sobre el suelo y envuelto en un viento fuerte y frío”.

La historia cuenta que el fantasma pertenece a un fraile joven que vivió entre estos muros durante la edad media. En cierta ocasión se ausentó del convento sin permiso y al querer regresar, fue descubierto por un fraile mayor produciéndose una lucha que terminó con la muerte del más anciano. Como castigo emparedaron vivo al fraile joven en un muro del claustro del convento para que sirviera de ejemplo ante su comunidad. Años más tarde se hicieron obras en el claustro y cuentan, sin confirmación, que encontraron los restos del fraile.

De momento el fraile, dicen quienes cuentan este suceso, continúa buscando la salida en el claustro del antiguo Convento de San Francisco, ¿La encontrará?.