Algo tienen en los genes de sus letras los clásicos, que les hacen disfrutar de un sueño eterno, como el de la Bella Durmiente, bonito y tentador, mientras otros admiran su estado y se atreven a hacerlo levitar de vez en cuando con mayor o menor fortuna.

Quienes acudieron ayer al Teatro Juan Bravo de la Diputación pudieron asistir a uno de esos trucos de ilusionismo; con la compañía Teatro del Temple subiendo a una altura considerable el sueño eterno de ‘La vida es sueño’, obra y elixir de la figura de Calderón de la Barca. Quien no es poco.

Es cierto que un texto así, con toda su filosofía, con toda su fuerza, con todo el poder de las letras que Calderón utilizó y toda la magia de las palabras que combinó para hacer poesía de la vida ― “si el verte, muerte me da; el no verte qué me diera” o “a quien le daña el saber, homicida es de sí mismo”―, invita a que una vez se proceda a intentar despertarlo de su sueño, se haga de forma dulce, delicada, con besos en los labios y caricias en las manos, con mucho cuidado y respeto. Lo complicado habría sido no intentarlo así. Pero la representación del Teatro del Temple no se queda en un mero intento; y los segovianos pudieron intuirlo desde el principio en el fondo que alcanzaba el escenario, como queriendo ir mucho más allá de las dependencias del Teatro Juan Bravo.

La compañía aragonesa consigue que ‘La vida es sueño’ sea pesadilla cuando requiere que sea pesadilla, que huela a cloaca cuando es necesario que huela a cloaca, que dé frío hasta en la noche más primaveral cuando su protagonista, Segismundo, no encuentra abrigo para sus preguntas, tras despertar de lo que ha parecido la pura realidad. ‘La vida es sueño’ de Teatro del Temple suena a verjas chirriando, a cadenas colgando y a goteras inundando el escenario. Y cuando cambia de escena y apaga las luces moradas, verdes, azules y enciende las amarillas, las naranjas y las rojas, logra que los espectadores sientan el calor de la Corte, el sonido de los vasos y las lámparas de cristal.

Como bien advierten sus ilusionistas, la obra es ritmo; intransigente en el pestañeo. Y aunque requiere, como las películas en un idioma extranjero para quien lo maneja bien, de unos minutos de tregua para asimilar el castellano antiguo como un lenguaje conocido, una vez que la concentración del espectador alcanza el mismo nivel que la de los intérpretes, quien se encuentra sentado sobre su butaca ya no abandona la fase REM hasta que José Luis Esteban, tan alto como él mismo en su papel de Segismundo, da por concluida la función tras una hora y media de vertiginosa levitación.

No obstante, no es José Luis Esteban, Segismundo, el único que se encuentra en la cúspide del sueño al volver a colocar sobre la almohada y apagar las luces del Teatro al clásico de Calderón de la Barca. Todos, absolutamente todo los actores, incluido Gonzalo Alonso, el músico, llegan al final en la cima. Para explicarlo, basta el protagonismo que Yesuf Bazaán (Basilio), Félix Martín (Clotaldo), Minerva Arbués (Rosaura), Francisco Fraguas (Astolfo), Encarni Corrales (Estrella) y el divertido Alfonso Palomares (Clarín) adquieren en las líneas del autor del Siglo XVII que le permitieron entrar también en el de Oro: “¿Qué es la vida? Un frenesí/ ¿Qué es la vida? Una ilusión/ una sombra, una ficción;/ y el mayor bien es pequeño;/ que toda la vida es sueño/ y los sueños, sueños son”. El monólogo era tan coral, que hasta el público susurraba; de forma dulce, delicada, con besos en los labios y caricias en las manos, con mucho cuidado y respeto. Con todo el temple.