Temía el momento de ponerme a escribir sobre esta película. La piel que habito es, tal y como imaginaba, una película difícil de ver y de digerir. Produce angustia, miedo, sorpresa, decepción, tensión. No es una película al uso ni tampoco la “típica de Almodóvar”. Su cine me rompe de nuevo los esquemas y ahora me enfrento a una hoja en blanco muy difícil de rellenar.

Cuando llegué al pase de prensa que Warner organizó sólo para bloggers, Pedro Almodóvar y el resto del equipo (su hermano Agustín, la jefa de prensa de El Deseo y Esther García, la productora) nos estaban esperando. Fui la última en entrar y, en cuanto me senté, comenzó su speech. Seríamos en la sala unas 30 personas, nada que ver con el pase multitudinario de Los abrazos Rotos. El ambiente era familiar y el director manchego se dirigió a nosotros con nerviosismo y mucha cautela. Nos explicó que La piel que habito no es una adaptación de Tarántula, la novela de Thierry Jonquet, sino que ésta le sirvió de inspiración para la escritura del guión y con ella comparte sólo una escena. Explicó también su idea inicial de dirigir una película muda. Sumarse a esa inminente moda inaugurada por The Artist en Cannes. Esta desafiante idea le rondó la cabeza durante un tiempo pero finalmente la descartó, empujado más bien por los productores, que consideraban que el proyecto era ya ambicioso por sí. Antes de despedirse, nos pidió un favor: “dejad que la película duerma esta noche con vosotros. Que repose”. Han pasado 4 noches desde aquellas palabras y yo aún sigo diseccionando la película. La número 18 de Pedro Almodóvar.

La piel que habito nos acerca a la vida del doctor Ledgard, un eminente cirujano plástico, obsesionado por crear una nueva piel gracias a los avances de la terapia celular. Su mujer murió abrasada en un accidente de coche y Ledgard no dudará en traspasar todos los límites de la ciencia para encontrar la solución que le permita dormir tranquilo. Es un hombre frío, calculador, sin escrúpulos y recatado hasta el extremo en sus emociones y movimientos. Todo lo contrario que Antonio Banderas, el encargado de dar vida al personaje. Quizás por eso, el malagueño resulta forzado y encorsetado, rígido. En su intento de no aportar nada excesivo a la interpretación, su personaje queda vacío y muy lejos de esa sensación que a menudo nos provocan los malos de las películas.

Vera vive secuestrada en la clínica secreta del doctor Ledgard. Con ella prueba todos sus conocimientos y experimenta con su cuerpo como si de una cobaya se tratara. Elena Anaya se mete en esa segunda piel de la protagonista y a través de sus ojos somos capaces de experimentar la angustia, la impotencia y el pánico de Vera.

Al cumplir la mayoría de edad cinematográfica, Almodóvar deja claro su deseo de alejarse de las luces y abrazar las sombras. Tarea en la que le ha ayudado el genial José Luis Alcaine, director de fotografía de ésta y otras películas del realizador manchego (Mujeres al borde de un ataque de nervios, La mala educación, Volver). El largometraje es oscuro, desasosegante y todo un reto para el espectador y, el hecho de que se haya arriesgado en favor de aportar algo nuevo en su filmografía, es sólo digno de alabanza, porque irrumpir en un terreno que no es el tuyo no es ni fácil ni agradecido.

Y es que las películas de Almodóvar tienen un protocolo de análisis propio. Los detalles, los excesos, todo lo que en ellas sucede, se examina exhaustivamente y se critica automáticamente por ser de quién es, pero también es cierto que al Almodóvar de Kika, Átame o Hable con ella, se le disculpan muchas cosas. Se le disculpa, por ejemplo, el personaje de Zeca, que no entiendo, ni comprendo y protagoniza una escena que se torna ridícula. Se le disculpa también que, en algunos momentos de tensión, se te escape la risa, porque eso también es Almodóvar, creo yo. Lo que no disculpo es la falta de motivaciones en los personajes. Sabemos que el doctor tiene un pasado oscuro que conocemos gracias al personaje de Marisa Paredes, pero ni mucho menos se entiende el por qué de muchas de sus acciones. Y ese es para mí, el fallo principal de la película.

En cualquier caso La piel que habito es un terreno sin explorar que supone toda una aventura para el que se sienta en la butaca. Atraviesas momentos de pánico, angustia, sorpresa y, por fin, alivio. Te invita a un viaje que te lleva a lo más profundo de las relaciones humanas y hasta en los momentos fallidos, sabes que estás delante de una gran historia en la que se reúne lo mejorcito de nuestro cine (música de Alberto Iglesias, fotografía de José Luis Alcaine, Montaje de José Salcedo…). La piel que habito es un dulce al que pocos se pueden resistir. Se estrena en cines el 2 de septiembre y estoy segura de que la polémica está servida.

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