La ola más dura llegará la próxima semana y todo indica que pondrá al límite la capacidad del sistema sanitario. De momento el brote del Covid-19 ya se ha cobrado la vida de más de 12.000 personas, 1.326 en España y 74 en Castilla y León, según el último parte oficial de ayer, y las cifras irán a más. El virus sigue propagándose a una velocidad sin precedentes, con mucha facilidad, y todo pese al estado de alerta en el que lleva sumido el país siete días, con las medidas restrictivas que ello implica.
El Covid-19 ha pillado al mundo por sorpresa, al generar una crisis sanitaria que recuerda al terrible otoño de 1918, cuando la gripe se cobró más vidas que la primera Guerra Mundial. Su sombra planea hoy más que nunca, ante una pandemia cuyo final aún no está escrito.
Aquella tampoco fue «cosa de broma».»Es una gripe que no se pasa con dos días de cama y un sello de aspirina”, y que atenazó también ciudades enteras. «Los médicos no descansaban ni de día ni de noche», «se cerraron las escuelas y los teatros; se suprimieron los paseos dominicales; las empresas funerarias montaron un servicio nocturno permanente para atender el exceso de enterramientos; a los niños nuevos se les imponía el nombre de Roque para preservarles de la peste; las fondas y hospedajes cerraban por falta de clientes; los alumnos de la Facultad de Medicina recibieron una autorización especial para tratar casos de urgencias…”
Así resumió en ‘Mi idolatrado hijo Sisí’ Miguel Delibes el terrible fantasma que asoló pueblos y ciudades enteras en 1918, una gripe contra la que se agotaban los remedios, las ideas y las fuerzas. No había herramientas para frenar una pandemia devastadora que se propagó como la pólvora en Castilla y León, una de las autonomías más azotadas de España, y que se cobró más vidas que la I Guerra Mundial -entre 50 y 100 millones- .
La cara más virulenta del virus comenzó a expresarse con la llegada del otoño de 1918, tras una primera oleada en primavera. La provincia de Burgos experimentó la tasa de mortalidad más alta de España en estos meses con 167,7 y 212 fallecidos por 10.000 personas en función de la mortalidad respiratoria y por todas las causas, respectivamente.
La influenza fue muy cruel también en Zamora, Palencia, León, Segovia, Salamanca, Valladolid y Ávila, las ocho dentro de la lista de las 13 provincias españolas más afectadas y con tasas superiores a los 109,5 fallecidos por 10.000 habitantes, según uno de los estudios más completos sobre los patrones de la mortalidad espacial y temporal de la influenza que firman Gerardo Chowell, Anton Erkoreka, Cécile Viboud y Beatriz Echeverri-Dávila.
La gripe mataba en horas a mucha gente joven, sobre todo a adultos de entre 25 y 30 años, y pronto comenzó a llenar de esquelas los periódicos y los libros de difuntos de los hospitales, aunque mucha gente moría en casa, sobre todo en los pueblos, donde las condiciones sanitarias complicaban los cuadros y donde se prohibieron ferias y mercados, toda clase de fiestas, espectáculos y actos públicos en lugares cerrados y mal ventilados.
No en vano, y fue un ejemplo más, ya que en pueblos como Pozal de Gallinas (Valladolid) la gripe hizo “verdadera explosión el 10 de septiembre, después de haberse celebrado en el día anterior una corrida de novillos, a la cual concurrieron muchas personas de Medina y de Pozaldez”. “La epidemia atacó en masa a todo el vecindario, hasta el punto de tener cerca de 500 invasiones en un pueblo que sólo tenía 140 vecinos”. Así lo dejó escrito el inspector provincial de Sanidad por aquel entonces, el doctor Román G. Durán, en un artículo publicado en el número de mayo de 1920 de la Clínica Castellana, en boletín oficial del Colegio de Médicos de la Provincia, donde hizo una memoria descriptiva de la situación vivida dos años antes, y de cuya lectura se puede extraer la angustia y desolación que sufrió este médico durante toda la epidemia.
Tal fueron lo momentos de desesperación en los pueblos y ciudades, que las autoridades no atinaban para frenar la propagación de la enfermedad, es más, en algunos casos ayudaron a propagarla aún más. Por ejemplo, el 13 de octubre, en Valladolid se trasladó a la patrona, la Virgen de San Lorenzo, a la catedral y se celebraron varias rogativas por la extinción de la epidemia. En su edición del 14 de octubre de El Norte de Castilla, se podía leer: “Numeroso público presenció su paso en todo el trayercto con gran recogimiento, siendo muchos los fieles que acompañaron a la imagen de la patrona. En muchas casas las familias que tienen enfermos dirigían sus ruegos a la Virgen”.
En Zamora, algunos autores, como Beatriz Echeverri y Francisco Javier García-Faria del Corral, atribuyen la alta tasa de contagios a los actos religiosos masivos, como cuando se sacó en procesión el 26 de octubre de la Virgen del Tránsito, pese a que la catedral continuaba cerrada para evitar contagios.
Medidas de choque
A medida que avanzaba el otoño, las esquelas copaban las portadas de los periódicos y los productos de zotal inundaban las secciones de ‘propaganda’, las autoridades fueron aprobando instrucciones para preservar la salubridad de las ciudades. Pasaron por habilitar locales para aislar a los primeros enfermos; se establecieron medidas higiénicas para limpiar las calles, conductos de agua, pozos, sumideros y fuentes, hasta el punto de que se obligó a sacrificar a los “animales inútiles” y se obligó a dar sepultura a los fallecidos lo más rápido posible, sin velatorio ni exposición en las iglesias, y siempre al anochecer o al amanecer y por el camino más corto posible. Éstas fueron algunas de las instrucciones sanitarias que se aprobaron en la Junta Provincial de Sanidad de Valladolid del 27 de septiembre, fecha en la que se acordó también la declaración de epidemia, una de las primeras en hacerlo.
En Palencia, el Ayuntamiento creó un servicio de policía urbana para comprobar que en los barrios se cumplían los mandatos municipales, entre ellos se prohibieron las coladas en la Dársena, puesto que existía un lavadero público; se dio un plazo de “15 días para dotar de aguas a los retretes de edificios enclavsdos en calles con alcantarillas” y que “el número de retretes sea proporcional al de vecinos y no sólo uno por casa”. También se prohibió la cría de cerdos y conejos en las casas, según recogió el escritor, periodista e historiador palentino Pedro Miguel Barreda Marcos en un artículo sobre la epidemia publicado en 2009 por la Institución Tello Téllez de Meneses.
El consuelo del médico de cabecera
La gripe del 19 no entendió de ni de sexos ni de clases. Morían hombres y mujeres, ricos y pobres y médicos, muchos médicos, por el continuo contacto con los enfermos. Los que lograron hacer frente al virus, casi fallecían de agotamiento, en especial en los pueblos donde no daban abasto al frente no sólo de los pueblos de su partido, sino también de otros que habían perdido a su médico titular. Y es que los voluntarios no llegaban como se hubiese deseado, pese a los constantes anuncios de reclamo publicados a diario en la prensa de aquel entonces, y otros no podían llegar por falta de vehículos, según denunció el Colegio de Valladolid.
La labor de aquellos médicos rurales que salvaron cientos de vidas; que no cejaron en fijar medidas sanitarias e inculcar todo tipo de precauciones higienistas entre la población quedó en muchos casos relegada al anonimato. España hoy se resiste a que la labor de los de los miles de médicos y sanitarios que luchan con todas sus fuerzas contra el coronavirus quede en el olvido. Y así cada tarde, a las 20.00 horas, vuelve a unirse desde sus balcones para llenar el vacío de las calles con un emotivo aplauso. Va por ustedes.
Imagen de la hija del boticario de Valdecarros (Salamanca) que falleció durante la epidemia de gripe de 1918, cedida por María Teresa Gómez Miguel para la exposición sobre Saturio Serradilla en Escurial de la Sierra