Cuando comencé a trabajar en consulta, me sorprendió lo frecuente que era escuchar
una misma frase entre hombres de mediana edad. Tras varios silencios incómodos,
muchos decían: “Vengo porque no me queda otra… pero no se lo he contado a nadie.
No me gustaría que la gente supiera que estoy viniendo aquí.”
Esa mirada, ese gesto, esa confesión no solo reflejan incomodidad al hablar, sino algo
más profundo: una mezcla de vergüenza y culpa por haber llegado hasta aquí, como si
pedir ayuda fuera señal de debilidad. Una creencia que pesa y que muchos llevamos
dentro: “Si necesito ayuda, es que no soy lo suficientemente hombre. No he podido
solo.” Como si pedir apoyo significara fallar en algo que se espera de nosotros.
El estigma que rodea a la salud mental masculina sigue más presente de lo que
imaginamos. A menudo decidimos no contar que estamos en terapia, ni a la familia, ni a
la pareja, ni a los amigos. Algunos preferimos no guardar el nombre del psicólogo en el
móvil, o borrar los recordatorios de la sesión, con tal de evitar preguntas incómodas o
comentarios que alimenten la sensación de estar haciendo algo mal.
¿Y si los hombres también sufrimos, pero lo hacemos en silencio?
Ser hombres, para muchos de nosotros, ha significado ser fuertes, productivos, seguros
y resolutivos. Convertirnos en la figura que no se queja, que aporta soluciones, que
protege, pero no necesita ser protegido. ¿Dónde encajan entonces el miedo, la tristeza o
la duda?
La masculinidad tradicional ha levantado un muro emocional difícil de atravesar.
Mostrar emociones se asocia con debilidad. Llorar, con perder estatus. Pedir ayuda, con
fallar. Y así, con el paso del tiempo, aprendemos a restar importancia a lo que sentimos,
o al menos, a no mostrarlo.
Pero que no se exprese no significa que no duela.
De hecho, el dolor emocional masculino suele adoptar otras formas. Se camufla en la
rabia, en el exceso de trabajo, en la adicción, en la hiperactividad. A veces también en
ese silencio espeso del que ha dejado de luchar. Por tanto, no es que no duela. Es que no
se nombra.
Un dato que ejemplifica la realidad.
Los hombres encabezamos las tasas de suicidio en casi todos los países del mundo,
también en España. No porque suframos menos que las mujeres, sino porque lo
hacemos de forma distinta: en silencio, en soledad, bajo un juicio constante.
Muchos de nosotros llegamos tarde a consulta. Cuando el cuerpo ya ha dicho basta.
Cuando la relación se ha roto. Cuando el dolor y la carga se ha acumulado tanto que ya
no encuentra otra salida que explotar. Y entonces, desde fuera, alguien pregunta:“¿Cómo ha podido pasar, si parecía estar bien?” Tal vez porque aprendimos a
parecerlo.
¿Por qué nos cuesta tanto hablar de lo que sentimos?
Desde pequeños, muchos hemos escuchado frases como “eso son tonterías”, “no llores,
pareces una niña”, “tienes que ser fuerte”. Frases que pretendían protegernos, pero que
acabaron enseñándonos que sentir era peligroso, y mostrarnos humanos, motivo de
vergüenza.
Con los años, aprendimos a controlar nuestro discurso, a minimizar lo que nos dolía, a
mantener una imagen pública firme, aunque por dentro estuviéramos desbordados. Nos
hicimos expertos en disfrazar nuestras emociones. Y lo que no se dice, se enquista.
El resultado ha sido un modelo de masculinidad herida, que se aísla justo cuando más
necesita compañía. Que rechaza ayuda por miedo a parecer débil, precisamente cuando
esa ayuda podría salvarnos la vida.
Sentir no nos hace menos hombres. Nos hace más humanos.
Romper con esta lógica no es fácil. Pero sí es necesario. Porque ser hombre no debería
ser sinónimo de aguantar solo, ni de hacerlo todo bien, ni de esconder nuestras
emociones como si fueran una amenaza. Ser hombres también debería incluir el derecho
a sentirnos vulnerables, a pedir ayuda, a llorar cuando hace falta, a hablar sin miedo de
lo que nos duele.
Mostrar emociones no nos resta masculinidad. La amplía. Nos conecta. Y algunos ya
estamos empezando a hacerlo. Acudimos a consulta por ansiedad, por duelos no
resueltos, por el temor a repetir errores que vimos en nuestros padres. A veces no
sabemos muy bien cómo ponerlo en palabras, pero sí sabemos que no queremos seguir
igual. Y ese es el primer paso.
Cuando uno de nosotros se atreve a decir “me está costando”, algo se afloja. Cuando
encuentra a otro que le escucha sin juicio, algo se repara. Y cuando hallamos un lugar
donde nuestro dolor tiene sentido, algo en nosotros empieza a sanar.
Redefinir qué significa ser hombres
Quizá ha llegado el momento de preguntarnos qué tipo de masculinidad estamos
sosteniendo. Si seguimos cultivando la del sacrificio y la distancia, o si damos espacio a
una más compasiva, más cercana, más libre.
Porque el dolor no entiende de géneros, pero la forma de vivirlo sí está atravesada por
ellos. Y si no revisamos esa forma, seguiremos viendo a hombres que aparentan estar
bien… hasta que ya no pueden más.
No hay nada de débil en reconocer que uno necesita apoyo. Al contrario, hace falta
valor para hacerlo. Ojalá cada vez más hombres descubramos que compartir lo que
sentimos no nos hace menos, sino más.
Si este artículo te ha resonado, te recomiendo el pódcast “Los hombres sí lloran”
realizado por Juan Pablo Raba y Dani Posada, donde muchos hombres relatan con
honestidad sus experiencias con la salud mental.
Juan Luis es psicólogo sanitario y escribe desde el lugar que más le apasiona y en el que escucha cada día: su consulta. Aborda la salud mental sin prometer soluciones mágicas ni recurrir a etiquetas o eslóganes fáciles. Su propósito es invitar a pensar y reflexionar, creando un espacio compartido en el que encontrar, juntos, un mayor sentido a lo que vivimos hoy.