Pepa Plana se secaba los ojos ayer después de actuar en el Teatro Juan Bravo de la Diputación ante cerca de dos centenares de segovianos; la gran mayoría de ellos ancianos procedentes del Centro de Servicios Sociales La Fuencisla, dependiente de la institución provincial.
Se secaba los ojos y se tocaba el corazón, ofreciéndolo al público con emoción, sin palabras, porque todos sus “yo qué sé” ―más de incomprensión que de indiferencia― se habían quedado por el ‘Paraíso pintado’ momentos antes sobre el escenario segoviano.
La payasa catalana había mostrado, durante algo más de una hora, el lado más rebelde de su ángel; ese que, con mirada celestial observa todos los rincones por los que abandonar el cuadro. Ese que pretende volar lejos sin llegar a valorar antes lo que tiene cerca. Ese que cree no encajar en un espacio delimitado. Ese que quiere ser “de la guarda” sin saber muy bien qué es lo que quiere proteger.
Si hace unos meses era su amigo Marcel Gros el que, con apenas unos gestos universales, desataba las risas del público infantil, ayer era Pepa Plana quien conseguía recoger, en cada paso torpe de su ángel rebelde, una risa de aquí y otra de allá, una carcajada conjunta o varias sonrisas tímidas; todas, o casi todas, de adultos, que, todo hay que decirlo, es más complicado.
Si el ángel de ‘Paraíso pintado’ se aburría y bostezaba sobre su escena en el típico cuadro de recibidor antiguo, los espectadores sonreían. Si movía la manivela de la cajita de música colocada junto al cuadro y decidía ponerse a bailar a un ritmo nada acompasado, los asistentes se reían. Si el ángel saltaba sobre un alfiletero colocado junto a la cajita de música, se acomodaba en él para leer la revista ‘Cosas del cielo’ y cotilleaba acerca de todos los arcángeles del firmamento, los presentes regalaban una carcajada a Pepa.
Ella, de todo menos plana en sus gestos, su técnica y sus movimientos, conseguía que aunque su personaje no lograse volar, sus miradas de ojos grandes y abiertos, sus cejas levantadas y su ceño fruncido, su nariz y sus labios rojos, y, sobre todo, sus palabras y sus frases repetidas una detrás de otra “como ejemplo, por ejemplo” quien se ha quedado atascado en un argumento y no quiere salir, sí tuviesen ángel y les saliesen alas hasta alcanzar la mirada cómplice del público.
Complicidad y empatía que, dejando el humor a un lado en el fondo del mar para hundirse en la reflexión, quedaban constatadas por medio de un océano de silencio durante los instantes finales, que hacía terminar la obra obligando a muchos a preguntarse por dentro… “¿y yo qué sé?”.