Aquella noche de 1994 en la que llevaba a casa a Paul Naschy tras una inolvidable conferencia en la universidad me equivoqué de camino. Mucho más atento a la conversación que a la carretera, cuando me quise dar cuenta estaba muy lejos de la calle del barrio de Argüelles en la que Paul –Jacinto Molina en el siglo– tenía su templo. Cuando le confesé mi despiste me contestó con su peculiar sentido del humor: “No pasará nada si llegamos antes de que salga la luna llena”. Hasta en esos momentos era evidente que Paul Naschy vivía intensamente su identidad de gran personaje, igualado con derecho propio a los que en la gran pantalla encarnaron otros dioses del panteón fantaterrorífico –como él mismo denominaba al género– de la talla de Boris Karloff, Bela Lugosi o Cristopher Lee, cuya amistad frecuentó.

Conmovido por su muerte, redescubro ahora algunos pequeños tesoros de su amistad: no otra cosa son para mí el ejemplar dedicado de su libro Crónicas de las tinieblas (1994) o las copias en VHS de las películas que él me grabó personalmente con aquella generosidad que le hacía aceptar, incluso, papeles en películas de realizadores prometedores e incipientes que no podían pagar su colaboración, y ahí está, para recordarlo, su magistral papel de Satán en el brillante cortometraje El ángel más caído, de Iván Bouso (1996). Convencido de lo que todo esto supone, y con permiso de Lovecraft, se me ocurre pensar que hay algo de profético en el título de la película en la que representa su último papel, La herencia de Valdemar, que se estrenará en enero próximo sin que él pueda disfrutarlo.

En su triple condición de actor, director y guionista, Paul Naschy fue el cineasta más completo del género en España, y uno de los más fecundos y activos del panorama internacional. Luchador infatigable, fue capaz de sobreponerse, no sin dolor, a las caídas y a la ingratitud, compensadas sin embargo con el bálsamo que para su trayectoria supusieron los muchos premios internacionales que mereció su aportación, menos valiosos para él que el reconocimiento de su país, que siempre reclamó. Baste decir que Paul Naschy nos ha dejado sin algo tan justo como un premio Goya por toda su carrera, que lo ha convertido en un actor y realizador de culto en el extranjero. No es esa la suerte que habría merecido un pionero que ha legado a la historia del género títulos tan notables como La noche de Walpurgis (1970), El huerto del francés (1977) o El caminante (1979), entre tantos otros.

Mi trato personal con Paul en la segunda mitad de los noventa, que guardo en mi experiencia como un regalo, me reveló algunas de las dimensiones más importantes de su personalidad fascinante. Creo que la más sobresaliente de todas era su criterio, sancionado y autorizado por un conocimiento profundo de todos los ingredientes –literarios, históricos, culturales y por supuesto cinematográficos– del tipo de cine que magistralmente cultivaba con el mérito del artesano obligado a las servidumbres de los presupuestos más modestos. No era menos importante su enorme energía, arropada por la fortaleza física de quien fue campeón de halterofilia y extendió su vida deportiva hasta el punto de que, como él mismo me contó en su día, bien cumplidos los sesenta años y desafiando las prescripciones médicas que pesaban sobre su corazón ya entonces amenazado, se fue a Australia a competir en un campeonato de power-lifting con la alegría de un veinteañero. El espectador atento apreciará esa vitalidad en el entusiasmo y el derroche físico de su interpretación cinematográfica en la que, prescindiendo de dobles, se arriesgaba hasta el punto de sufrir lesiones graves que no bastaban para parar los rodajes.

En la filmografía que cierra el libro colectivo El hombre lobo insólito, la magnífica recopilación de cuentos de licántropos publicada en 1993 en Timun Mas, Leonard Wolf se equivoca cuando dice que, a diferencia de otros monstruos, al hombre lobo le falta una identidad, y se equivoca porque el nombre propio del licántropo por excelencia es Waldemar Daninsky, el magnífico monstruo creado por Paul Naschy con mucho de héroe y poco de villano, capaz de deponer su ferocidad ante la fuerza del amor. Y hoy, claro, es luna llena, y las palabras inolvidables y terribles con las que Madame Ouspenskaya profetiza la maldición que pesará sobre Laurence Talbot en El hombre lobo de George Waggner (1941) nos siguen advirtiendo sobre la consecuencia de la floración del acónito cuando la luz lunar impone su majestad, y el corazón puro de Waldemar Daninsky nos recordará siempre cuánto hay de humano y de entrañable en esos monstruos que creamos los hombres para justificar y disimular nuestra mezquindad. Por eso hoy tienen un especial sentido los tres últimos versos que cerraban el poema que le dediqué a Paul hace tres años en mi libro Sombras de la huella:

“Yo siempre he dicho

que aquel hombre lobo

era buena gente”

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