Nunca he presumido de buena memoria, habría sido inútil, porque cualquiera podría demostrar que esa función cerebral no es de las que mejor me funcionan. Sin embargo, entre los pliegues de mi encéfalo se han quedado enganchados algunos recuerdos inconexos que, de cuando en cuando, asoman en lugar de lo que a mí me gustaría recordar y lo peor de todo es que, a pesar de estar construidos con girones entremezclados de cualquiera sabe qué experiencias, se empeñan en mostrarse en mi mente como situaciones vívidas, y aparentemente vividas en primera persona, para tratar de hacerme creer que fui testigo fiel de aquello.
Hago esta introducción porque me dispongo a relatar brevemente una historia de la que apenas queda entre mis meninges su esqueleto desnudo, y de la que no sé si me la contó su protagonista en primera persona, o se la escuché a alguien hablando de otro, o la leí en alguno de los libros de Chesterton que ahora no tengo a mano para consultar. Poniendo de mi cosecha la carne que falta a los huesos que sostienen esa evocación, la historia quedaría como sigue: hace tiempo cierto hombre cometió un terrible delito que atormentaba a su conciencia, necesitando liberarse del peso de la culpa acudió a un abogado, que le indicó que su falta era muy grave y que nada podía hacer por él salvo recomendarle que se entregara a las autoridades para recibir el castigo merecido. Visitó al líder político local que escandalizado le echó de su despacho con amenaza de destierro. Hundido en su remordimiento solicitó la ayuda de un psicólogo con resultados análogos. Buscó entonces consuelo en un amigo que le dijo que su pecado no tenía perdón y que debía soportar su carga hasta el fin de sus días. Cuando se dirigía hacia un puente cercano, desde el que planeaba arrojarse y así acabar con su pesada carga, sus pasos erráticos le acercaron a la puerta abierta de una pequeña iglesia; entró en la silenciosa nave, que iluminada débilmente hacía destacar al fondo, junto al sagrario, una lámpara encendida en rojo; en la penumbra de un lateral había otra luz que llamó su atención, alumbraba un discreto habitáculo de madera, limitado por dos celosías a los lados y media portezuela al frente, tras de la que un sacerdote sentado había levantado la mirada del breviario y le sonreía. Se sintió atraído por esa sonrisa y decidió darse una última oportunidad para lavar su conciencia; se arrodilló frente al sacerdote y le contó con detalle su fechoría. La respuesta del cura fue sencilla, se limitó a una pregunta, ¿qué más hijo mío?
No hace mucho, en un conocido periódico segoviano, Marcelo Galindo escribía un excelente artículo, que suscribo en gran parte, que terminaba con estas palabras “Por ello, desde esta atalaya, reivindico la culpa no como sentimiento limitador, sino capaz de extraer consecuencias positivas de nuestras faltas y hacer posible esa sociedad que todos buscamos con ahínco desde distintas creencias o ideologías”. Digo que lo suscribo en gran parte porque, a pesar de que D. Marcelo se refiere a la redención y al perdón, hace reposar la mayor parte de su argumentación sobre la culpa como motor de cambio y de mejora, cuando desde mi punto de vista no es la culpa, sino su perdón, lo que permite al hombre avanzar. Es cierto, como él dice, que muchos subrayan el sentimiento de culpa como una de las principales limitaciones del ser humano, pero quienes eso defienden están proponiendo un espejismo y condenando a la postre al protagonista de mi recuerdo a saltar desde el puente. El simple olvido de la culpa, o su remodelación a través de la autocrítica, creo yo, sólo pospone la consecuencia, pero no la evita. Recordar constantemente las propias culpas o traer al recuerdo las de otros termina produciendo peores resultados. Volver una y otra vez sobre la “memoria histórica” no deja que las heridas cicatricen, ni nos permite mirar hacia delante. Por eso yo reivindico el perdón para hacer posible esa sociedad que “todos buscamos con ahínco desde distintas creencias o ideologías”.