Cuentan que Manuel García Cuesta, el Espartero, al ser advertido por un banderillero sobre los peligros de cierto animal o, según otros, a preguntas de un periodista sobre los riesgos del toreo, contestó con la famosa frase: “Más cornás da el hambre”.

Los individuos, las empresas o las sociedades deben tomar a diario decisiones sobre su futuro, algunas tienen muy poca importancia, pero otras son trascendentales y determinan inevitablemente sus vidas. Un 18 de enero de 1865, en la plaza de La Alfalfa de Sevilla, nacía un varón, hijo del propietario de una espartería sita en esa plaza; quiso ser torero y a los veintinueve años de edad, un toro de nombre «Perdigón» lo mató de una cornada en Madrid.

La decisión de Manuel de dedicarse al toreo parece que vino determinada, además de por la necesidad de ganarse el pan, por el ambiente del lugar y de la época, por una ciudad taurina, “Giralda, madre de artistas, molde de fundir toreros”, declamaba Fernando Villalón a la muerte del torero. El toreo es un oficio arriesgado, para el que sólo unos pocos están dotados y que no debe tomarse a la ligera, porque las consecuencias son graves; según apuntan las crónicas, Rafael Guerra “Guerrita” dijo del torero de La Alfalfa: «¡Lástima de chaval, con tanto dinero como había podido ganar con los toros! Pero se arrimaba demasiado y no se pué jugar asín con los miuras».

Nunca estaremos completamente seguros, ni como individuos ni como sociedad, y pretenderlo es una quimera, la vida misma es un riesgo y constantemente estamos más o menos próximos a perderla por mil y un motivos, que superamos fortuitamente sin percatarnos, gracias a lo cual podemos conservar algo de cordura.

Ni todos los toreros son iguales, ni un toro se parece al siguiente, cada animal tiene su lidia y no sólo es inútil intentar la misma coreografía con diferentes morlacos, sino que con esa actitud, lo que sí nos aseguramos es una plaza en la enfermería. La regla de oro del toreo es «respetar al toro», eso implica asumir los riesgos inevitables, procurando limitar nuestra exposición a los mismos, y ser muy conscientes de lo que hacemos en cada momento. No bajar la guardia y adaptarnos al entorno y a las circunstancias, tomando de los demás solo aquello que puede sernos útil, sabiendo que cada escenario es diferente.

Ni la temprana muerte de El Espartero en Madrid hace casi 150 años terminó con el toreo, ni una catástrofe natural, por terrible que resulte, puede abocarnos a tomar decisiones, como personas o como sociedad, que transformen drásticamente nuestro modo de vida, sin más motivo que el miedo y el desconocimiento del verdadero riesgo.

Podemos imaginar que de haber decidido dedicarse al negocio del esparto, como su padre, Manuel García Cuesta hubiera conocido a sus nietos, pero tampoco es descabellado pensar que quizá hubiera fallecido, aún más joven, pisoteado por las caballerías desbocadas de un Tilbury. Es posible que tomar la decisión de renunciar a las centrales nucleares y volver a abrazar los contaminantes combustibles fósiles, llevados por el temor irracional provocado por la catástrofe nipona, tenga a medio plazo consecuencias irreversibles sobre la vida en el planeta. Por eso hay que proceder con cautela, “no se pué jugar asín con los miuras”.

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