Es extraño llegar al Teatro Juan Bravo de la Diputación en día de función y encontrarse el telón corrido y el escenario desnudo. Completamente en pelotas. Sin escenografía preparada ni intriga bajo, o tras, las telas. Pero ayer pasaban las siete de la tarde y el público iba llenando el aforo permitido del Juan Bravo -“tres sí, tres no”, como se encargaría luego de apreciar Cecilia Solaguren- y todo sobre las tablas seguía desabrigado. Metáfora de lo que sucedería después durante cerca de una hora y media de comedia; el sexo, y sólo el sexo, quedaría al desnudo. Completamente en pelotas.

 

Hablamos, es preciso decirlo, de un sexo de pareja. De un sexo cuidado por el amor de los años. De un sexo con cariño. Nada del sexo de una noche cualquiera, que eso en tiempos de Covid empieza a ser complicado. Hablamos del sexo de Jaime y Cecilia, los protagonistas de ‘Los mojigatos’; dos amantes con nueve años de historias, que son bastantes años y bastantes historias. Es ese tipo de sexo el que quedó al desnudo, y lo hizo con tanto detalle, con tanta ironía, con tanta precisión y tanta verdad, que, con el pudor y el tabú que rodea siempre al sexo por muchos siglos que pasen, seguro que dio pie y chancla, perdón, cancha, a más de una risita y un ‘mea culpa’ por lo ‘bajini’.

 

Y es que las butacas estaban repletas de los espectadores perfectos para entender a estos dos mojigatos; amigas, amigos, solteros, casados, parejas, jóvenes, mayores, intermedios… La inmensa mayoría de ellos capacitados para saber que, a veces, en mitad de una cama se quieren meter pensamientos impuros, hasta con la forma de una factura de luz, que dificultan el tema, que otras veces hay pasados contrarios que se alzan en rebelión para levantar el polvo, que hay momentos en los que los propios amantes ganarían premios de interpretación y que hay otras ocasiones en las que es demasiado tarde para echar a la costumbre de la relación y las vías indirectas no son el camino más apropiado para ir directos al asunto. También, para comprender que el tiempo es salvaje con el instinto.

 

Con un texto lleno de ritmo, complicidad con los espectadores y justamente crítico con el exceso de crítica que envuelve al patriarcado, con un juego de luces que permitía entender en todo momento a quien se dirigían Jaime y Cecilia y una escenografía en espejo vestida por los técnicos en compañía de los intérpretes, que reservaba su espacio y su intimidad a cada uno de los actores, Gabino Diego, en un papel más mojigato, y Cecilia Solaguren, divertidísima, fueron sintiendo el calor del público segoviano hasta aplaudirlo en el tiempo reservado para sus ovaciones. Y es que, a diferencia de lo que ocurre con el sexo, en una comedia siempre se sabe si ha funcionado o no. Y si, encima, por primera vez en muchas funciones –y esto es triste- no suena un teléfono móvil en mitad del acto, el resultado es indudablemente orgásmico.