Podrían pasar las horas mirando la televisión o jugando a la consola, podrían dedicarse a pegar patadas a un balón con el equipo del colegio o simplemente rendirse a la pereza y dormir hasta bien entrada la mañana, pero al grupo de 15 chavales que cada sábado se junta en el Centro Internacional de Tecnologías Avanzadas de Peñaranda de Bracamonte (CITA), lo que más le apasiona es resolver enigmas que a los demás les suenan a chino.
¿Sería posible que el cerebro de un ser humano activara un control remoto que facilitara el movimiento de dispositivos en un espacio donde viven personas con discapacidad? Aunque lo parezca no se trata de la pregunta planteada a un estudiante de ingeniería sino de uno de los 14 retos que deben afrontar los jóvenes participantes de la First Lego League, un torneo internacional de robótica para chavales de entre 10 y 16 años. En la pasada edición participaron más de 130.000 personas de 53 países agrupadas en 10.500 equipos de todo el mundo.
La competición cuenta en España con varias sedes y fases. La más competitiva por el número y la calidad de los equipos es la que se celebra en Madrid. Allí se produjo el año pasado el debut de ‘Tuercas Locas’, el nombre bajo el que se agrupan los pequeños peñarandinos. “Con no quedar los últimos, nos dábamos con un canto en los dientes”, revela Román Ontiyuelo, un ingeniero informático apasionado de la robótica que, tras años de anhelos, convirtió en realidad su sueño de capitanear su propio equipo.
Contra todo pronóstico, aquellos chavales que llegaron a la capital de España “como pardillos”, dejaron a un lado los complejos y, poco a poco, fueron avanzando fases. Al final, se alzaron con el triunfo al mejor trabajo en equipo y quedaron terceros en la competición de robots. Aún hoy, recordándolo, se les ilumina la cara porque enfrente tuvieron a 23 duros adversarios.
Convertidos en la revelación del certamen y superados únicamente por el ingenio del equipo ganador que ideó un robot capaz de lanzar una flecha “que dejó asombrado al jurado”, se han conjurado para intentar ganar la próxima edición, que se celebrará a principios de 2012.
Por delante tienen doce semanas de trabajo para idear un ingenio que pueda afrontar con solvencia el mayor número posible de misiones, relacionadas este año con la biomedicina.
Dado que el tiempo es limitado y es imposible aspirar a completarlas todas, seleccionarán las más factibles para tratar de lograr el mayor número de puntos y fascinar a los encargados de evaluar su actuación como equipo.
Chicos normales
En el aula se comportan como cualquier chico de su edad. Hasta que Katya, la profesora ayudante, no toma la palabra y les asigna una tarea, sus gritos resuenan en toda la sala. Cuando aparecen las cajas repletas de piezas de plástico interconectables, la cosa cambia. En cuestión de segundos los más veteranos son capaces de armar un dispositivo rodante de varios ejes que a cualquier otra persona le costaría días. “Algunos son superexpertos, tanto que son capaces de diseñar un robot completo en una tarde”, reconoce, orgulloso, Román.
Para los más pequeños como Lander, de nueve años o Iván, de diez, la actividad supone un juego “muy divertido”. Ni siquiera piensan que les permitirá viajar, conocer gente y, si todo va bien, participar en la fase europea del concurso o en la final mundial. Otros, sin embargo, ponen sus miras en objetivos más altos pese a su corta edad.
Es el caso de Jaime, un chaval de 11 años y rizos despeinados que bien podría ser un pariente cercano de Daniel, el travieso. Su cara de pillo engaña porque, pese a su corta edad, tiene las cosas muy claras. Afirma, sin dudar, que quiere hacer un bachillerato de ingeniería. Ser uno de los ‘Tuercas Locas’ le ha ayudado a decidirse.
Mientras improvisa la construcción de un coche “para matar los ratos muertos” comenta que hacer un robot “no es tan complicado como parece una vez que sabes como van las cosas”. Se nota que disfruta. Tanto que hasta se atrevería a darles a los peques de la clase sus primeras nociones de robótica. “Con la experiencia que tengo, creo que podría enseñar a otros”, sentencia y asegura que cuando los novatos desconocen donde se colocan las piezas “aprenden conmigo”.
Jaime hace gala de una aplastante seguridad y, con la misma facilidad con la que ensambla diferentes rodamientos capaces de hacer avanzar el ingenio futurista que tiene entre manos, desvela que su cabeza es pura inquietud hasta el punto de que si le apetece algo que no se pueda encontrar en una tienda “enseguida saco una idea y lo hago porque, además, tengo paciencia”.
Su profesor lo sabe y, por eso, de acuerdo con sus padres, recomendó que tuviera en casa de un kit de montaje similar al que se utiliza en las clases. Dicho y hecho. “Es muy bueno programando”, precisa Román al tiempo que reconoce que niños como Jaime necesitan un estímulo permanente para no aburrirse. La clarividencia del chico sobre su futuro le llena de orgullo. “Si a alguno le sale la vena, bienvenida sea y, si he tenido que ver en algo, fenomenal”, comenta con modestia mientras reconoce que si, de niño, hubiera tenido los medios de los que hoy disponen sus chicos “hubiera alucinado”. Por eso considera “una pasada” que puedan disponer en una localidad como Peñaranda, que no llega a los 7.000 habitantes, de un centro como el CITA, impulsado por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez.
Junto a Jaime revolotea, pizpireta, Nuria. Es la única chica del grupo. Tiene doce años y acaba de descubrir que la fabricación de ingenios tecnológicos ha sacado a la luz un talento que desconocía. Es capaz de hacer los mejores masajeadores del mundo y no se corta en frotar su última creación por la espalda de todos aquellos con los que se topa. Ese juguete con el que se reivindica como una eminencia contra el stress ajeno servirá para ensamblarse más tarde en el futuro robot con el que los ‘Tuercas Locas’ aspiran a dar la campanada en Madrid.
Como lleva varios años asistiendo a los cursos que ofrece Román, a Nuria ya no la sorprende que, pieza a pieza, puedan surgir resultados espectaculares. Lo reconoce con tanta naturalidad que, pese a que aún lo sabe, su equipo confiará en ella una de las máximas responsabilidades de la próxima First Lego League. Presentará ante el jurado el proyecto científico del grupo. Consiste en buscar un problema y darle “una solución innovadora”. La clave está en llamar la atención de los jueces. Su carácter sociable es uno de los ases que el equipo se guarda bajo la manga. Junto a ella, como apoyo, estará César, uno de los veteranos y que el año pasado se encargó de la misma tarea. Sólo tiene 14 años pero cuando habla pareciera que pasa de la treintena. Explica que el reto de esta edición “va a ser difícil” y detalla que se trata de una estructura de triciclo con dos motores y una rueda directriz unida a un brazo mecánico. Definitivamente tiene razón. El desafío no parece sencillo.
Ojos biónicos
Para encontrar el robot ideal, los chavales construirán cuatro chasis diferentes. Deberán ser capaces de empujar, coger, trasladar o arrastrar cosas. Viéndolos funcionar se decidirán por el mejor y sobre ese modelo empezarán a colocar alguno de los elementos que la competición exige este año como, por ejemplo, los sensores de color. Los autómatas fabricados por los chicos deberán ser capaces de llegar a un punto y actuar de una u otra forma en función del estímulo cromático con el que se topen. Son los llamados ‘Ojos Biónicos’. Ciencia ficción para los legos; pan comido en sus manos.
La dificultad es una motivación extra para César, que reconoce que, en ocasiones, le toca hacer de ‘hermano mayor’ de los que menos saben. Menos mal que en esa tarea cuenta con el apoyo de José Vicente, quien se muestra convencido de que “con trabajo, esfuerzo y el apoyo de todos podremos hacer grandes cosas”. Curiosa filosofía para un adolescente de 16 años en edad de pensar más en otro tipo de conquistas al margen de la tecnológica. A él le correspondió el año pasado defender el proyecto técnico de ‘Tuercas Locas’, una demostración teórica de que las manos de un adulto no han intervenido en la creación final del robot que participa en la competición.
Conseguir que los jueces valoren esos tres meses de trabajo es suficiente para él aunque el equipo no logre más reconocimiento. Aún más importante que alcanzar la gloria es para José Vicente lograr, año tras año, que los nuevos no se cansen “y poder seguir haciendo cosas”. Su profesor da fe de que el objetivo está cumplido. En los siete años que el taller de robótica lleva en marcha han sido muy pocos los abandonos. El mensaje de este futuro estudiante de Humanidades ha calado en los demás compañeros más de lo imaginable. “Todo lo que se aprende en esta vida sirve para algo”, afirma José Vicente rotundo.
Ángel ya lo ha aprendido. A sus 11 años sonríe al reconocer que de mayor quiere ser notario. Esa clarividencia no le impide disfrutar del placer de montar un robot y disputar la competición “porque nos lo pasamos bien y además conocemos a más gente de otros equipos”. Gracias a su hobby, y quizá sin darse cuenta, también sabe lo que representa la solidaridad cuando presume con orgullo de que “todos nos ayudamos en lo que haga falta”.
Los equipos que participan en la First Lego League no pueden superar los diez componentes. Como pueden llevar acompañantes, los menores de 10 años terminan participando igualmente y aportando su granito de arena al conjunto. En ocasiones, hasta las clases de robótica han llegado pequeños de solo 7 años, “auténticas esponjas que no se cansan y cogen conceptos muy complicados ya que son capaces de ver las cosas desde otro punto de vista”, aclara Román. Con los niños, reconoce, hay que ser un poco más paciente, “pero eso es lo de menos”.
La inquietud de estos chavales, nacidos en pleno ‘boom’ del desarrollo tecnológico, va más allá del aula. Desde hace unas semanas relatan en un blog creado por ellos mismos los avances en la fabricación de su robot, que deberá ser capaz de reparar huesos, filtrar sangre, destruir células malignas, colocar un marcapasos o dispensar medicinas de forma automática. Casi nada.
Mientras los jóvenes sigan siendo aficionados a “cacharrear”, Román no dejará de exprimirse la mente para seguir incentivándolos. Aún recuerda cuando construyó junto a sus alumnos un zoológico robotizado o cuando aprovechó el estreno de la película ‘Wall-e’ para animar a los aprendices de ingenieros a crear una réplica. Sobra decir que estuvieron a la altura.
Matemáticas para hacer grupo
Ahora, aprovecha sus clases de robótica para dar salida a uno de sus retos frustrados. Hace años intentó poner en marcha un taller que denominó ‘Matemáticas divertidas’. “La gente no se animó a participar”, lamenta, pero el tiempo le ha permitido poder introducir sus juegos y problemas a modo de amena pausa entre colocación y colocación de pieza. Sus pupilos están encantados.
Gracias a recursos como ese, concebido para darles “una formación más completa”, el capitán de ‘Tuercas Locas’ fomenta el trabajo en equipo porque, si algo ha aprendido en todo este tiempo es que “no se puede presentar un buen diseño y un buen robot sólo con uno o dos fenómenos en el equipo”.
Tan ilusionado como los chavales, Román sueña, por qué no, con que el mundo se asombre con lo que son capaces de hacer al tiempo que se devana la sesera para que nadie se vea obligado a abandonar por cuestiones de edad. Está convencido de que algo se inventará.
Cada vez queda menos tiempo para que llegue la gran cita. El anticipo de lo que el talento de estos pequeños genios peñarandinos puede dar de si podrá verse en Empirika 2010, la Feria iberoamericana de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación que acogerá Salamanca entre el 12 y el 21 de noviembre. Allí tendrá lugar el primer ensayo general. Menos de dos meses después esperan poder regresar a su tierra presumiendo de haber dejado boquiabiertos a los especialistas y con el billete para la final nacional de la First Lego League bajo el brazo.