“Un artista del pueblo y dado al pueblo profundamente. Un hombre que tenía plena conciencia de que la canción, la música, la danza y el romance son el sedimento que va quedando del alma popular”. Con esas palabras despedía el 25 de febrero en el cementerio de Segovia el dirigente del Partido Comunista Simón Sánchez Montero al folclorista segoviano Agapito Marazuela. “Esperemos que el pueblo de Segovia, el pueblo de Castilla y las autoridades que representan a ese pueblo sepan destacar la obra de Marazuela”, exhortaba en palabras recogidas por ‘El Adelantado de Segovia’.

Este domingo se han cumplido tres décadas desde que Marazuela falleció, a las 3 de la madrugada del 24 de febrero de 1983, en el hospital donde pasó sus últimos meses. Tenía 91 años de edad y a sus espaldas una vida dedicada a la música, tanto en su faceta como guitarrista y defensor de la dulzaina (para él era el instrumento “más puro”), como en la intensa labor etnográfica que desempeñó, recorriendo los rincones de la Comunidad dispuesto a registrar con la única ayuda de su libreta y su excelente oído los sonidos de los mayores y las canciones que el paso del tiempo, el salto del campo a la ciudad y la modernización habían condenado al olvido.

Su constante e infatigable labor permitió desdecir los polémicos versos que Antonio Machado escribió en el poema ‘A orillas del Duero’, donde hablaba de Castilla como una “tierra triste y noble (…) de atónitos palurdos sin danzas ni canciones”. “Agapito marcó un antes y un después en el folclore de esta tierra. Él desmintió la falsa idea de una Castilla átona musicalmente. Él rompió radicalmente ese mito. Su gran preocupación era acercarse a la cultura tradicional, y marcó un antes y un después. Lo que él aportó fue deslumbrante”, sentencia en declaraciones a Ical Joaquín González-Herrero, discípulo del segoviano.

Para el etnógrafo zamorano Joaquín Díaz, “Agapito recuperó la voz de lo popular. Lo captó como intérprete pero al mismo tiempo fue capaz de reconocerlo en quien lo poseía. Recogió trescientas y pico melodías impresionantes de ese tipo de canciones, en un cancionero que es imprescindible para la música española y la musicología. Su aportación a día de hoy es muy difícil de valorar con justicia porque su trabajo es aún cercano en el tiempo. Si estuviéramos hablando de alguien del siglo XVIII ya hablaríamos de música histórica, de música recuperada y salvada de una situación muy difícil, porque con su trabajo puso en valor y comenzó a dar sentido a toda la música popular en una época en que la moda empezaba a hacer sus primeros estragos”.

“El valor musicológico de lo que hizo Agapito está todavía por descubrir. No nos hemos acercado ni a la segunda capa de lo que encierra su legado, una fuente llena de sorpresas”, sentencia González-Herrero. Como recalcaba el pintor José García Ortega tras el funeral de Marazuela, “nos deja un camino extraordinario a seguir donde él, recogiendo las raíces de un pueblo, hace arte universal. Nos ha enseñado un camino emocionante: hacer de su pueblo universo”.

 

Sonidos de una vida

Agapito Mazaruela nació en Valverde del Majano (Segovia) el 20 de noviembre de 1891. Hijo de una familia “humildísima”, como recuerda su discípulo y biógrafo González-Herrero. Sus padres no eran labradores, porque ni siquiera tenían tierras, sino trajinantes, que iban de un lado a otro comprando paños o vino en Chinchón y lugares así para venderlos luego por la provincia de Segovia.

Desde bien pequeño, arrastró severos problemas de visión que le dejaron “ciego en la práctica”, pero compensó esa deficiencia con un oído extraordinario que le conduciría hasta su verdadera pasión: la música. “Desde los 8 años estaba semiciego. No tenía un ojo, que le habían eviscerado, y del otro sólo conservaba una cuarta parte de la visión”, recuerda su biógrafo. Así, durante la primera parte de su vida, Marazuela acompañaba a sus padres por las ventas de los caminos, cantando mientras su padre Aniceto tocaba la bandurria. También desde pequeño quedó prendado de los sonidos de la dulzaina y el tamboril, que descubrió en la romería de la Virgen de la Aparecida.

Ya que el chico no podría trabajar en el campo, antes de cumplir los trece años su padre decidió trasladarle a Valladolid, donde tomó clases de la mano del “revolucionario de la dulzaina” Ángel Velasco, originario de Renedo y fabricante de sus propias dulzainas, que tuvo bajo su tutela durante dos años al joven Agapito, quien tras regresar a Segovia empezó a ganarse la vida junto a un tamborilero recorriendo los pueblos en las fiestas patronales.

En mayo de 1923 se instaló definitivamente en Madrid, donde perfeccionó sus conocimientos autodidactas de guitarra de la mano de Santos Hernando. En la capital comenzó a forjarse una sólida reputación en las salas de conciertos y en círculos de intelectuales, y las crónicas de la época se referían a él como “el mago de la guitarra”. “Fue un genio de la expresión y de la sensibilidad. Tenía una mano derecha portentosa”, apunta González-Herrero.

Su pasión por la música y su peregrinaje por incontables pueblos para ganarse la vida en sus años mozos le animó a participar en el Concurso Nacional de Folclore de España y las Islas que organizó en 1932 el Gobierno de la República. Aquella aventura le llevó por los rincones de su tierra natal, recopilando añejos cánticos que publicó en su ‘Cancionero de Castilla la Vieja’, donde reunió cantos de arada, cantos de siega o de recoger la mies, de trilla, de meter el grano, de molerlo, de cerner la harina… Un jurado integrado por Gerardo Diego y Ramón Menéndez Pidal, entre otros, reconoció su labor con el primer premio, y el filólogo coruñés decidió concederle una pensión del Centro de Estudios Históricos para que pudiese recorrer, anotando romances y canciones, las aldeas y los caseríos de la sierra de Ávila.

Aquel mismo año se afilió al Partido Comunista de España, dando muestras de una filiación ideológica que le valdría constantes problemas a lo largo de su vida, y en 1936 recibió el encargo de las Juventudes Socialistas Unificadas de seleccionar los grupos de folclore que iban a participar en la Olimpiada Popular de Barcelona, un evento que ante la imparable ascensión nazi se celebraría en la Ciudad Condal a partir del 22 de julio, algo que finalmente no sucedió porque cinco días antes estalló la guerra civil española.

Tras el conflicto, tal y como explicaba el propio Marazuela al periódico ‘La Calle’ a finales de 1977, comenzó a ser perseguido por los nacionales: “Tras el alzamiento militar mandaron a cuatro franquistas a detenerme en Salamanca. No me llegaron a coger. Si lo consiguen, no llego vivo a Segovia; me dejan por el camino”. 

Durante el conflicto bélico el segoviano se asentó en Madrid, ciudad que sólo abandonó para representar a España en la Exposición Internacional de París de 1937. El Gobierno de la República le encargó ocuparse de la dirección musical del folclore español (representado por un grupo de danzantes de la localidad segoviana de Abades), y compartió protagonismo junto a otros ilustres artistas españoles de la época como Picasso (que presentó en la capital francesa el ‘Guernica’), Julio González, Joan Miró, Josep Renau, Lorca o Luis Buñuel. 

“Al acabar la guerra estuve preso veintisiete meses primero, y luego en el 46 en una redada me volvieron a detener y pasé otros cincuenta meses. Conocí muchas cárceles: Madrid, Burgos, Ocaña, Vitoria…”, rememoraba en ‘La Calle’ sobre un periodo oscuro. Tras esa segunda detención, se refugió en el Molino de la localidad abulense de Pozanco, que era propiedad de su discípulo Jesús Muñoz.

Ya en 1952 se asentó de nuevo en Segovia y comenzó a subsistir dando clases particulares de guitarra, antes de que en 1964 la Junta Provincial del Movimiento decidiera publicar su ‘Cancionero de Segovia’. Dos años después, la Asociación de Amigos de Segovia le concedió el Alcázar de Oro, y a finales de los 60 comenzó a dirigir la Cátedra de Folklore, una institución creada gracias al apoyo de la Caja de Ahorros. En julio de 1975 el Ayuntamiento le entregó la Medalla de Plata de la ciudad y acordó dar su nombre a una calle en el barrio del Cristo del Mercado, y en enero de 1977 la Diputación le concedió la Medalla de Oro de la provincia antes de que en octubre de 1978 ingresara como académico de mérito en la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce.

A título póstumo, en 1983 recibió la Medalla de Oro de las Bellas Artes, y en 1995 se instauró el Premio Nacional de Folklore Agapito Marazuela, un galardón aún vigente que en su primera edición recayó en el archivo fonográfico de folclore de Radio Nacional de España. Además, el 25 de febrero de 2001, cuando se cumplían 19 años de su fallecimiento, se inauguró en la Plaza del Socorro de Segovia una escultura en bronce de más de dos metros de altura realizada por José María García Moro para honrar su memoria. Anualmente, un sencillo acto organizado por la Asociación Cultural Ronda Segoviana recuerda su nacimiento cada 20 de noviembre.

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