Una de las vidas que truncó el COVID-19 al inicio de la pandemia fue la de la zamorana Sara Bravo, la médica más joven fallecida en el mundo por coronavirus, muerta con solo 28 años, tras contagiarse aquel fin de semana en que España se encerraba para frenar la primera ola.
«Mi hija nació queriendo ser médico, cuidaba y jugaba con su hermano, que es paralítico cerebral, hacía que le tomaba la tensión y las pulsaciones», relata Teresa López, madre de la joven. «Esto es como un soldado que va a la guerra, las familias lo estamos pasando muy mal, sobre todo cuando es una persona que ha perdido, como yo, a una hija con 28 años, una chica con tanta ilusión, que empezaba a vivir y que en un minuto se le fue la vida».
La vocación de Sara Bravo cobra fuerza en la voz de su madre Teresa. Con sus declaraciones casi un año después de la muerte de su hija, rompe un año de silencio, en el que ha recibido decenas de homenajes. En este tiempo casi se ha recluido en el municipio zamorano de Santa Cristina de la Polvorosa, donde reside lejos de aquel Alcázar de San Juan que en cada rincón le recuerda a esa niña pequeña que soñaba con ser médico.
Con pesar lleva su dolor un año después al descubrir una sociedad que dice estar harta del coronavirus, de las mascarillas y de los confinamientos, mientras ella solo piensa en su hija. El otro día, recuerda, escuchaba a una persona quejarse de la mascarilla, y ella no tuvo más remedio que responderle «mejor llevar mascarillas que enterrar a un familiar». «Los médicos mueren porque los contagian quienes se quieren divertir, quienes quieren viajar y no piensan que esto hay que tomarlo más en serio y estar en casa», resume.
Bravo era la mayor de dos hermanos. Su otro hijo reside en Murcia, en un centro para grandes dependientes. Él y su abuela fueron dos de las personas que le animaron a ser médica. La abuela llevaba años afectada por dolor de huesos y le pedía que cuando fuera médica le ayudara a quitárselos. «La estará curando en el más allá», dice su madre. Estudió Medicina en Valladolid y en la universidad comprendió lo duro que es estudiar para curar personas. Seis años después celebraba el final de la carrera en una fiesta en la que se cayó al suelo y tuvieron que escayolarla. De hecho, a muchas de sus clases acudió con muletas.
«Fui a por ella y me la traje a casa, vivíamos en Alcázar, donde he estado 42 años viviendo». Cuando estaban en su hogar, Sara le comentó a su madre que quería acercarse a por su diploma y Teresa le dijo que si aguantaba el viaje en coche le llevaba. «Le puse un montón de cojines en la pierna y en silla de ruedas la llevé».
Esta anécdota fue la que recordó Ignacio Rossell, el profesor de la Universidad de Valladolid y que inició la petición para que Teresa recogiera la medalla al Príncipe de Asturias concedida a los sanitarios. Hoy la foto de Sara con su beca de Medicina se encuentra rodeada de esos homenajes que ha recibido.
Al terminar la carrera su madre y ella pensaron en irse al pueblo zamorano donde ahora reside Teresa. «Habíamos vendido la casa de Alcázar y estábamos en un apartamento esperando empezar la obra en el pueblo», pero de repente le salió un trabajo, de apenas unos días. Mientras, su madre empezó a trabajar en una residencia como auxiliar de Zamora. «Tú te quedas y yo me voy, luego el tiempo dirá si te puedes marchar», le dijo Teresa. Ese contrato se convirtió en meses y luego en uno de un año.
Teresa cree que, en una residencia o en unas urgencias, cuando atendió a unos niños con fiebre, fue donde se contagió. «Me llamó el lunes, el 16 de marzo, y me dijo mamá no me encuentro bien, me duele un poco la cabeza, tengo unas décimas de fiebre, mucho frío». Al ver que no mejoraba el martes empezó con paracetamol. «El jueves ya le dolía todo, acudió al hospital, le hicieron la prueba y la dejaron ingresada». Después pasó a la UCI, era el 22 de marzo. «Ella me dijo: Mamá tengo mucho miedo a morirme». Seis días después le llamaron «diciendo que habían estado reanimándola toda la mañana». «A las 21.30 horas del sábado, mi hija falleció y a las 13 horas del domingo mi hija estaba donde está ahora».
«Mi hija era todo para mí, un orgullo. Ha sido valiente hasta límites infinitos y ha muerto sola como tantos otros», recordó Teresa, con el dolor de no haber podido estar con ella en sus últimos días. Su muerte ha dejado «dolor y rabia» en su familia. Su madre lo expresa de una forma clara, entre la lágrima y el enfado, afirmando que si al inicio de la pandemia se hubiera protegido a los sanitarios «muchas personas», incluida su hija, no estarían muertas. De hecho, está dispuesta a presentar una demanda por la muerte de su hija. «Mi hija ha muerto trabajando y quiero que paguen la muerte, es lo único que me queda».