Hace tiempo ya que, afortunadamente, la industria de la música da oportunidades principalmente a quienes acumulan noches de bares, de conciertos en salas pequeñas, de públicos compuestos de primos y amigos, de guitarra o teclados, voz y, tal vez, y si hay suerte, amigos músicos siempre dispuestos a echar una mano. Hace tiempo ya que, afortunadamente, la industria de la música da oportunidades a quienes sienten, escriben y padecen sus canciones. A quienes logran que su voz, por encima de engolados y gorgoritos, contagie: a veces de alegría, otras de dolor, a ratos de nostalgia y en ocasiones de furia y rabia.
A Nil Moliner, de aspecto rapero; gorra, camiseta ancha y aterciopelada y pendiente largo… de imagen de los de antes, de esos que parecen hacerlo todo con un micro y una música enlatada detrás, se le notan, sin embargo, todos esos años de bares, salas pequeñas y músicos y aplausos amigos. Se le notaron ayer en el Teatro Juan Bravo de la Diputación desde el escenario vacío y dispuesto, como si del jardín de verano de una casa y una cena de colegas se tratase. Alfombra de estudio de grabación, flexos, guirnaldas y algunas plantas artificiales de esas que parecen de verdad. Se le notaron en la decisión de, a lo largo de una hora y media, sólo soltar su guitarra para cantar ‘Mejor así’. Se le notaron en sus presentaciones y agradecimientos continuos a sus músicos y equipo; consciente, quizás, de que eso no siempre se tiene. No siempre se cuenta con un backliner, un roadmanager, ni un tipo como Ignasi Caballé, que tan pronto se cuelga el acordeón, como sopla el trombón o alterna el teclado con la guitarra si es preciso. Se le notaron en su intercambio de palabras y complicidad con el público, acortando distancias entre el escenario y la última fila de la sala y acoplando a su espectáculo las espontaneidades de unos espectadores principalmente adolescentes, pero entre los que también había niños entusiasmados, treintañeros y mayores de cincuenta rejuvenecidos.
A Nil Moliner se le notaron todas esas noches previas en su manera de disfrutar, exclusivamente y sin preocupaciones por nada más, de la música cada vez que daba inicio a una nueva canción; en su forma de mirar a Ignasi y a Litus Guilera, a izquierda y derecha, al acompasar el final de un tema o en su forma de girarse, feliz y disfrutón, para compartir con Ferrán Sampler algunas de las múltiples percusiones de aroma latino y fiestero que tienen canciones como ‘Sale el sol’ y ‘El despertar’, con las que dio inicio al concierto, o ‘Mi religión’, entre otras. Y, cómo no, también se le notaron en sus ganas de hacer partícipe de su escenario a su amiga Lennis Rodríguez y animarla a quedarse bailando con él, loca y libre, en un Juan Bravo que es casi casa para ella y que bailó con ambos –y también sin ellos-, guardando las distancias y respetando las medidas, como si la noche hubiera decidido pararse hace algo más de un año y los teatros fueran lo más parecido a una discoteca o un bar de copas que existe hoy en día.
Podríamos seguir hablando de cómo a Nil Moliner se le notaron todas esas noches, incluso en la manera en la que equilibró un repertorio que, tan pronto te dejaba así, bailando en la batalla, como te dejaba cual hijo de la tierra del desamor y la nostalgia, sin ganas de volar, pero nos dejaríamos algo muy importante que algo ayudó ayer a que al artista catalán se le advirtiesen las costuras: el público. En un momento dado, Nil Moliner deseó que el concierto, su primera cita en Segovia, fuese recordado para siempre al cien por cien. Y lo cierto es que sería complicado no hacerlo al echar la vista atrás y escuchar al más de centenar y medio de personas que había en el Teatro acompañarlo casi de principio a fin en cada canción, y de forma implacable en cada estribillo, antes de que, tras llevar la ‘Calma’ sobre el escenario, Nil Moliner decidiese volver a esas noches de bar, guitarra y voz, y, sin tener que pedirlo, recibir en una de sus canciones más conocidas, ‘Soldadito de hierro’, el silencio más férreo y respetuoso que puede pedir alguien que decide quedarse al filo del escenario, armado únicamente de seis cuerdas y unas cuerdas vocales.