El escritor vallisoletano Miguel Delibes Setién falleció hoy a los 89 años de edad en su ciudad natal, tras ‘mal convivir’ durante más de una década con un cáncer que en los últimos años le impidió volver a coger la pluma y, lo peor, aseguraba, la escopeta para cazar perdices rojas. En el prólogo de sus obras completas, el propio Delibes, que nació el 17 de octubre de 1920, escribe que “murió en Madrid el 21 de mayo de 1998 en la mesa de operaciones de la Clínica de la Luz, donde los médicos poco pudieron hacer por él”. En una entrevista concedida a Telecinco coincidiendo con su 86 cumpleaños, relataba que hasta que comenzó a sufrir la enfermedad pensaba que sólo había dos soluciones frente al cáncer: “O se cura o te mata”, para luego añadir con pesar: “La tercera solución, que no me habían enseñado, es que te reviente la vida para el resto de tus días”.

Autor vital, ético, enraizado en su tierra pero con una visión universal y amante extremo de la naturaleza, siempre tomó como materia prima de su escritura Castilla y Valladolid, según reconoció él mismo en octubre de 2007 con motivo de la celebración del congreso internacional ‘Cruzando fronteras: Miguel Delibes entre lo local y lo universal’, que organizaron la Universidad de Valladolid y la Cátedra Miguel Delibes. Aquella cita coincidió con el 60º aniversario del Premio Nadal que cosechó con su primera novela, ‘La sombra del ciprés es alargada’. “Tras aquel primer título, se unieron unos cuantos más de todo tipo”, todos nacidos en su “patria chica” y su propia lengua.

Delibes intentó “no quedarse en lo anecdótico y en lo meramente circunstancial, sino intuir lo general en lo personal”, al hombre entre los hombres que le rodeaban. “En una palabra —afirmaba —, indagar en lo más recóndito del corazón humano, para convertir las costumbres en hábitos profundos y tradicionales, es decir, en una realidad inmediata”.

Una vida fecunda

Nacido en Valladolid el 17 de octubre de 1920, Miguel Delibes fue el tercero de ocho hermanos, y estudió en el colegio de La Salle. Como él mismo reconoció, su vida estuvo marcada por la Guerra Civil, que le sorprendió con 15 años. Al término del conflicto, comenzó a estudiar Comercio y Derecho, tarea que compaginó con su trabajo de caricaturista para ‘El Norte de Castilla’, medio al que se incorporaría como redactor antes de convertirse en su director, algo que sucedió en 1958.

Unos años antes, en 1946, se casó con Ángeles, con la que tuvo siete hijos. Ella marcó buena parte de su obra y a ella le rindió su más íntimo homenaje en ‘Señora de rojo sobre fondo gris’, donde narró sus últimos días de vida. Meses antes de esta publicación —fue su decimonovena creación y vio la luz en septiembre de 1991—, el 30 de mayo de 1991 recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas.

En aquellos años irrumpió en su realidad la muerte, una circunstancia que le obsesionaba desde pequeño. “Desde que tengo uso de razón, creo que empleé parte de esa razón para pensar en la muerte”, ha declarado. Su padre tenía “cincuenta y tantos años” cuando él nació, una “edad propia para morir”. “Esa idea de mi padre viejo me turbó un poco los primeros años de mi infancia, no porque yo temiera mi muerte, sino porque temía la suya, que mi padre me dejara solo”, reconocía en una entrevista concedida a TVE.

Precisamente, la angustia ante la muerte ya era uno de los temas capitales de ‘La sombra del ciprés es alargada’ (1948) —tras la cual publicó ‘Aún es de día’ (1949) — y ‘El camino’, que vio la luz en 1950 y le convirtió en referencia de la literatura a sus 30 años. En esta obra, una de las más importantes de su vasta actividad creativa, ya aparecieron rasgos que se repetirían en su producción, como la infancia, la naturaleza y lo rural, un ruralismo que el escritor definía así: “Lo que podemos entender por vida rural, como la entendíamos antes en los pueblos, por lo menos de trigo y cebada”, y que bajo su punto de vista pasó a la historia cuando la televisión sustituyó al abuelo. “El abuelo antes contaba historias y los nietos le escuchan boquiabiertos. Hoy día el abuelo ya no tiene nada que contar, sino que también tiene que mirar la televisión”, argumentaba.

Escritor y cazador

Después de publicar ‘El camino’, llegaron ‘Mi idolatrado hijo Sisí’ (1953), ‘La partida’ (1954) —su primer libro de relatos— y ‘Diario de un cazador’, novela por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura, y en la que se apoyó en una de sus grandes aficiones para conseguir, quizá, una de su novelas más optimistas.

Aunque llegó a ser catedrático de Derecho Mercantil, la actividad creadora de Delibes centró su amplísima biografía. “A caballo entre la generación de 1936 y la de 1950, dice Edgar Pauk que ‘Miguel Delibes equidista de Cela y Goytisolo, y participa de algunas características de ambos, pero se mantiene independiente de los grupos que ambos representan, de tal modo que no es reconocido ni por el uno ni por el otro’”, explica Guzmán Urreo, quien ha etiquetado por libre al novelista de postguerra.

El primer libro de viajes del vallisoletano llegó en 1956: ‘Un novelista descubre América’. Un año después, en 1957, vio la luz ‘Siestas con viento sur’, su segundo libro de relatos, por el que ganó el Premio Fastenrath de la Real Academia. Le siguieron ‘Diario de un inmigrante’ (1958), ‘La hoja roja’ (1959), ‘Por esos mundos: Sudamérica con escala en Canarias’ (1961) y, de acuerdo con la bibliografía que recoge la Cátedra Miguel Delibes, ‘Las ratas’ (1962), otra de sus obras maestras, por la que obtuvo el Premio de la Crítica.

La pasión del escritor por la caza se refleja de nuevo en ‘La caza de la perdiz roja’ (1963), un libro cinegético. Después llegaron ‘Europa: parada y fonda’ (1963); ‘Viejas historias de Castilla la Vieja’ y ‘El libro de la caza menor’ (ambas en 1964); ‘Cinco horas con Mario’ y ‘USA y yo’ (los dos en 1966), junto a ‘La primavera de Praga’ y ‘Vivir al día’, una selección de artículos de prensa que apareció en 1968.

En ‘Parábola del náufrago’ (1969), Delibes muestra el humanismo que rasga toda su obra y su persona, y arremete contra las modernas teorías de la destrucción del lenguaje. En 1972, vio la luz ‘Un año de mi vida’, obra biográfica a la que años después (en 1989) se sumó ‘Mi vida al aire libre’. ‘El príncipe destronado’ llegó a las librerías en 1973, año en el que fue elegido miembro de la Real Academia Española, para ocupar el sillón ‘e’ minúscula.

Su discurso de ingreso, en 1975, bajo el título ‘El sentido del progreso de mi obra’, sorprendió por su fervorizada defensa de la naturaleza. En él decía: “Cuando escribí mi novela ‘El camino’, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente, mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones hombre-naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela ‘Parábola del náufrago’, donde el poder del dinero y la organización —quintaesencia de este progreso— termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares —pocos— de naturalistas en el mundo entero”.

En 1975, un año después de la muerte de su mujer, publicó ‘Las guerras de nuestros antepasados’, al que siguió ‘Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo’, sobre cinegética, y ‘Mis amigas las truchas’, en 1977. Poco después salió a la calle ‘El disputado voto del señor Cayo’ (1978), donde aborda el abandono del mundo rural y lo que ello implica. Tres años después, en 1981, aparecía ‘Los santos inocentes’; dedicado a su buen amigo y compañero de cacerías Félix Rodríguez de la Fuente, fue una de sus obras que ha dejado una huella más profunda en el panorama de la literatura contemporánea, y donde analiza, desde la ironía, la nueva burguesía y la lucha de clases.

Múltiples reconocimientos

El Premio Príncipe de Asturias de las Letras le llegó a Delibes en 1992. A partir de ese momento, los reconocimientos se han sucedido en una inagotable cascada. Antes, en 1984, fue merecedor del Premio de las Letras de Castilla y León en su primera edición; en 1986 le nombraron Hijo Predilecto de Valladolid; en 1991 le otorgaron el Premio Nacional de las Letras Españolas; en 1993 fue suyo el Premio Cervantes y, en 1999, el Premio Nacional de Narrativa por su obra ‘El hereje’, que publicó en 1998.

Le faltó el Premio Nobel, al que fue propuesto en 2008 por la Sociedad General de Autores y Editores, y el último galardón que recogió en una vida plagada de reconocimientos fue la Medalla de Oro de Castilla y León, que le entregó en su domicilio vallisoletano el propio presidente de la Junta, Juan Vicente Herrera, el pasado 16 de noviembre. “Llegué donde pude, que fue bastante lejos. Eso me gustaría que recordaran de mí, pero no estoy, ni mucho menos, seguro de haberlo conseguido”, anhelaba el día que cumplió 86 años.

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