Al próximo terremoto que ocurra cerca de una localidad por la que hayan pisado sus pies deberían ponerlo de nombre Vivancos. También valdría para tornados, huracanes o ciclones, porque la revolución por donde pasan se hace evidente en la agudeza de una señora mayor tratando de situarse lo más cerca posible del escenario o en un auditorio entero, como el Teatro Juan Bravo de la Diputación ayer, en pie gritándoles y ovacionándoles de forma loca y entusiasmada. Pero dejémoslo en seísmo; porque son seis, aunque ayer el menor de los hermanos apenas tuvo protagonismo −dejando, eso sí, un bonito preludio con violín a la coreografía más éxotica de la tarde− y porque, a pesar del huracán de movimientos, si hubo algo que notó la presencia de Elías, Judah, Josua, Cristo, Israel y Aarón en Segovia, tuvo que ser el suelo.

Con un taconeo vivo y acelerado como denominador común de todos los números del montaje, los seis hermanos aparecieron frente a las más de cuatrocientas personas que ocupaban las butacas del teatro con mirada penetrante y, para sorpresa del público, dando muestras, desde el principio, de su polivalencia; armados de aerófono, bajo, violonchelo, cajón flamenco, flauta y violín. Comenzaba una de las mejores definiciones de ‘espectáculo’ que han visto los asiduos al Teatro Juan Bravo en los últimos años. Sentirse Risto Mejide o Edurne frente a un balón de oro invisible era prácticamente inevitable. Pensar que es imposible que algo así no deje al público extranjero con la boca abierta y las ganas locas por descubrir todas las vertientes del flamenco, también.

Las luces verdes, rojas y azules se alternaban con destellos blancos al compás de una música potente en la que a veces tocaban las castañuelas y otras, las notas graves agudizaban el impacto de unos taconeos que, en los pies de Judah e Israel se dejaron sentir más rápidos, mientras que en los de Cristo fueron más ligeros, acompañados de movimientos de ballet clásico que daban sentido, en mitad de toda aquella sacudida, a su atuendo blanco. Con los brazos abiertos, al borde del escenario, ante un público rendido a cada uno de los números de ‘Los Vivancos live’, Cristo se sentía ángel antes de que sus hermanos Elías, Josua e Israel volviesen a aparecer sobre el escenario para combinar taconeos de vértigo y música en directo. Los tres hermanos, como si llevasen chalecos antibalas en una estética totalmente diferente a la del anterior, parecían desafiar al éxito, disparando con sus botas contra el suelo, mientras la intensidad de lo vivido hasta entonces llenaba de gotas el suelo del escenario y las espaldas que más tarde iban a dejar al desnudo.

Para entonces, los centenares de espectadores que se daban cita en el Teatro Juan Bravo, hombres y mujeres, daban ya cuenta de la magnitud del terremoto Vivancos. Alguna persona del público había abandonado su butaca para acercarse más, móvil en mano, al epicentro del seísmo y la sonrisa en quien trataba de mantenerse inalcanzable al impacto se rendía a los pies de la evidencia. Los Vivancos ponían el puño en alto, gritaban “¡Vamos!” y hacían fuerza en señal de victoria con sus envidiables brazos. El espectáculo finalizaba y a alguno le quedaban ganas de gritar: “¡Tú sí que vales!”.