Todo había empezado con buen pie. Lo que había visto y leído sobre Hanna me convencía y el cambio de rumbo que había decidido tomar Joe Wright me parecía muy interesante. Ayer era una espectadora predispuesta a salir contenta del cine pero algo se torció y salí confusa-decepcionada-cabreada.
Hanna, que se estrena en salas comerciales el próximo 10 de junio, saca la artillería pesada al principio de la película. Los primeros 20 minutos son todo un alarde de escenarios, secuencias de acción y declaración de intenciones de los personajes. Se presenta a la protagonista de la historia, una niña de 16 años que sólo conoce la vida en el bosque, junto a su padre. Viven como dos salvajes en mitad de la nada, rodeados de nieve y matando animales para sobrevivir hasta que un buen día deciden amargarse la vida pulsando un botón para que los malos vengan a por ellos. Comienza entonces una carrera hacia no se sabe dónde que pasa por matar a todo bicho viviente y llegar a Berlín. Para ello pasan por Marruecos, España y Francia y… ¿adivináis que es lo que ven en nuestro país? Pues a un grupo de gitanos cantando y bailando flamenco en un camping. Ole, ole y ole!!
Saoirse Ronan es la actriz que encarna a Hanna. Ronan ya había trabajado junto a Wright en Expiación y se nota que hay entendimiento entre ellos. La joven consigue trasmitir la dulzura propia de una niña que lo único que quiere es tener una vida normal, junto a otros de su especie. Pero al mismo tiempo nos asusta con su mirada asesina y su facilidad para cargarse a la gente, fruto de su duro pasado en la cabaña, con entrenamientos a lo Kill Bill (de hecho encuentro un toque tarantiniano en la película). Eric Bana es la figura paterna que ha conseguido resguardarla en las montañas del peligro que supone para ella acercarse a la civilización. Y Cate Blanchett nos sorprende con un estilismo que ya lució en Indiana Jones y un gesto malvado que nos recuerda (por si a alguien se le ha escapado la obviedad), que es la mala de la película, la madrastra de este cuento poco infantil.
Lo más interesante del largometraje es, sin duda, la puesta en escena. Persecuciones laberínticas que demuestran un buen manejo del leguaje cinematográfico y un montaje musical que consigue sumergirte en una realidad paralela. Ver Hanna es como estar en un videojuego en el que no importa por qué luchan sino el resultado final de la batalla. Es como estar dentro de una pelea del Street Fighter o de una carrera entre el Coyote y el Correcaminos. Vemos escenarios desde todos los ángulos posibles y un catálogo de armas que ni McGiver en sus buenos tiempos, pero con la ilusión de que, entre pelea y pelea, alguien te cuente qué demonios está pasando entre ellos. Por qué persiguen los malos y por qué huyen los buenos. Y esa explicación nos llega demasiado tarde y, lo peor de todo, es muy cuestionable.
Se aprecia la valentía del que sabiéndose buen contador de historias dramáticas y románticas, se atreve con una de acción sin que le tiemble el pulso y arriesga con una propuesta muy pocas veces vista en el cine. Pero si eso incluye optar por el argumento más manido de todos los tiempos, pues no, no me convence.
Hay que aclarar que en mi percepción global de la película influye el hecho de que la vimos doblada y no en versión original, como se merecía. El falso acento alemán, árabe o francés resulta irrisorio y te saca totalmente de la historia. Quizás con las voces de los actores me hubiera creído más lo que me estaban contando. En cualquier caso, y para terminar, me quedo con los primeros 20 minutos de la historia y con algún que otro diálogo ingenioso de la “familia adoptiva” que Hanna encuentra por el camino. Sin duda un respiro entre tanto decibelio.