Una de mis principales aficiones es leer. Aunque confieso que la literatura de ciencia ficción dura es mi debilidad, me gusta leer de todo y estos últimos días he estado -por culpa de Prudencio Herrero-, totalmente enganchado leyendo Las trampas del deseo (Predictable irracional, predictiblemente irracionales, es su título original) de Dan Ariely; tanto que he tenido abandonado el blog casi dos semanas. Además de que engancha de inmediato porque emplea un estilo informal, pero riguroso, al contar sus experiencias, tiene la enorme virtud de hacer fácilmente evidente porqué nos comportamos de determinada manera en situaciones que la lógica, o la emoción dictarían lo contrario.

Estos últimos días han vuelto también a primer plano de la actualidad un tema tan peliagudo como la reforma laboral. ¿Qué piden los empresarios?. ¿Qué reclaman los sindicatos y trabajadores?. Independientemente de las reivindicaciones concretas, en ocasiones tengo la impresión de que las posiciones son tan radicales que parecen irreconciliables., pero cuando se analizan teniendo en cuenta algunos de los conceptos que trata Ariely, puede que ello nos ayude a arrojar luz sobre los comportamientos y posiciones de las partes y cómo poder encontrar puntos de acuerdo.

Uno de esos conceptos, tan obvio que casi nunca vemos, es la relación entre las normas sociales y las mercantiles, que Ariel y explica con ejemplos tan cotidianos como ilustrativos: si tu vecino te pide ayuda para recolocar un sofá en su casa lo harás con sumo gusto (rige la norma social), pero en cambio, si te ofrece un pequeño pago por ello (rige la norma mercantil), te sentirás ofendido y rechazarás hacerlo, a menos que la cantidad ofrecida sea “mercantilmente justa”, con lo que se convertiría ya en relación mercantil, es decir, en un trabajo.

Si lo traducimos al entorno empresarial, vemos que las empresas quieren cada vez más que sus empleados se “sientan” parte de la empresa, pero contradictoriamente, siguen empleando con ellos relaciones de índole “mercantil”. Desde el punto de vista del trabajador, puede que el dinero o las compensaciones monetarias le motiven de manera inmediata, pero son las consideraciones sociales las que marcan la diferencia a largo plazo.

En lugar de centrar la atención en los salarios, la jornada, la competitividad, la productividad o el despido, sería mucho más efectivo trabajar de modo conjunto para crear un sentimiento generalizado que promueva el interés en tener un objetivo, una misión y el orgullo y la satisfacción por el hecho de trabajar.

 

Y no olvidemos que ello supone implicación para todas las partes. En lugar de utilizar el recorte de plantilla para solventar las apreturas, el empresario debe buscar fórmulas alternativas que no supongan despidos y los empleados deben esforzarse por participar en la búsqueda de esas alternativas y contribuir de modo activo a hacerlas posibles. Pensemos en el ejemplo del sofá y nos daremos cuenta de que la forma más costosa de motivar a las personas es mediante el dinero, puesto que entonces sólo se moverán por él y también en que uno de los efectos perniciosos del dinero es que ahuyenta la relación social. Can´t buy me love, cantaron los Beatles, el dinero no me puede comprar, por que la lealtad es algo que se regala libremente, clama el trabajador. Somebody to love, contestó Queen, ¿puedes encontrarme alguien para amar?, parece cantar el empresario que lucha duramente por levantar su negocio.

Para que esto tenga éxito hay que tener en cuenta que ninguno de los implicados puede jugar con las dos barajas al tiempo. Si las empresas y los empleados quieren beneficiarse mutuamente de las ventajas de establecer un clima de relación social dentro de la empresa, ambas partes tienen que esforzarse seriamente por promover y reforzar estas relaciones, por encima de la relación económica que subyace. Estoy seguro de que tener esto muy presente puede cambiar la manera de abordar unos acuerdos sociales tan necesarios como trascendentales.

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