Podríamos empezar hablando de la locura. De todos nuestros seres perturbados. Todos los maravillosos seres perturbados que forman parte de un gran silo de notas, canciones y letras. Nos lo imaginamos un poco destartalado, repleto de guitarras viejas, unas con cuerdas y otras sin ellas; alguna que otra descolorida y otras brillantes y eléctricas, recién estrenadas. En nuestro almacén también hay partituras y un atril cojo, un bajo, alguna armónica, ukeleles colgando de una cuerda de ahorcado. Puede que si llevamos linterna y sabemos buscar, encontremos también algún amplificador escondido tras una gruesa lona llena de polvo.
También hay un baúl enorme que contiene dos mil catorce hojas llenas de poesía. Aunque muchas estrofas no son nada poéticas. O sí; según el gusto y sensibilidad del lector/espectador. En algunas se habla de amor, de follar, de lo tonto que es tu amigo, de lo mucho que quieres a tu perro, de pistolas, de cárcel, de asco, de asfixia, de bosques, de luz, de rebelión, de tortura, de dormir… Todas son palabras que han salido de la mente de nuestros queridos y locos amigos.
Es interesante pensar en cómo lo “perturbado” se asocia automáticamente con algo espeluznante, sobrecogedor, fuera de control. Nos gustan esas connotaciones pero, también, esa otra definición que se refiere a todo lo que es capaz de emocionar, agitar, revolucionar, alterar la calma…
Probablemente la música sea la manifestación de arte más irracional y, por ello, más perturbadora de todas. La música es lenguaje y deja de pertenecer al intérprete en el momento en que sus vibraciones en forma de sonidos llegan al oído de un receptor. Ha servido de código secreto entre esclavos y de himno en las revoluciones sociales; consiguió que manadas de jóvenes aburridos de convencionalismos, a los que sólo parecía esperar un futuro incierto, salieran de sus casas prefabricadas por el sueño americano y se refugiaran en tugurios de mala muerte donde la electricidad se expandía a sus anchas por cada pelo de su cuerpo. Se han derramado innumerables lágrimas gracias a ella y ha logrado que dos personas sean capaces de mirarse mientras todo a su alrededor desaparecía. La música habla con la delicadeza de una gran dama o tan contundente y lúbrica como una puta de arrabal. Ella, y sus máscaras.
A nosotros este año nos ha contado infinidad de secretos a través de muchos seres altamente perturbados. Nos ha transportado al mundo onírico-selvático de Bigott. Se acercó, líquida y punzante en un chute esquizoide de amor/odio usando a Julio de la Rosa como trovador. También nos hizo viajar a un maizal de un pequeño pueblo en el Medio Oeste donde nos esperaban Niño y Pistola. Hizo una fiesta en el granero donde vimos partir a Aurora en un viaje iniciático de rayos brillantes y, mientras la escuchábamos, construimos una barricada de himnos con León Benavente, que rugían desde la cocina enseñándonos que a veces la lucha, interna o externa, se puede empezar con canciones. Fue la misma a la que vimos surfeando en el horizonte mientras unas olas de familiar espuma blanca, Smile, nos empapaban la cara. También hubo tiempo para los sueños y ella, que nos conoce bien, se zambulló en algún gin tonic para entrar por nuestras venas despertando sin pudor a la parte del cerebro donde guardamos nuestros recuerdos más felices, con tal intensidad, que L.A. se quedaron allí desde entonces… Como un rayo, vimos aparecer y desaparecer a Cheap Time, como si Sid Vicious y sus secuaces hubieran poseído las falanges de sus dedos; fuimos testigos de un ritual de rock caníbal en el que Holywater fueron los impecables maestros de ceremonias… Después del destrozo, Idealipsticks lo limpiaron todo dejando sitio a los familiares sonidos de ayer para apaciguar los ánimos mientras Supermosca empujaban desde el backstage haciéndose oír. Pasajero nos dio boleto para un viaje interminable de sonidos que, en cada parada de este camino emprendido, se hacen más contundentes y familiares. En uno de estos días nos visitó con ella (la música) tatuada en más de un poro Julián Maeso y sus amigos improvisando una jam session de la que aún nos estamos recuperando. Un chas de varita mágica nos presentó a una hechicera de voz hipnótica que se llamaba Soledad Vélez y que iba acompañada de todos los seres fantásticos, monstruos y gigantes, de su bosque encantado. Y hablando de encantamientos, el bueno de Ricardo Vicente nos dejó entrar en su álbum de fotos a través de unas canciones que más bien parecían cuentos modernos donde ya no había princesas ni castillos.
Pero la música y sus dobles dan gratas sorpresas y, cansada de portarse bien, dejó caer su máscara de gran señora y apareció desnuda y sucia, con arañazos de gata endemoniada esparciendo su almizcle por todo el público que sobrevivió a la catarsis nuclear de Triángulo de Amor Bizarro. Y, hablando de posesiones malignas, His Majesty The King, nos dejaron a todos al borde del colapso nervioso con sus himnos de ultratumba. Tanto o más que los también satánicos The Parrots entonando los siete pecados capitales a golpe de guitarreos surf-punk que hicieron dislocarse huesos a más de tanto riff a lo Trashmen. Algunas noches después, llegaron como una taladradora Novedades Carminha, subiendo faldas y bajando pudores con su repertorio cáustico.
Y como con la música no se juega, una de sus últimas conjuras terroristas para exterminarnos trajo a Layabouts, que se inmolaron con veinte mil cargas de rock demencial, fanático y violento. Nosotros, ya en el infierno, no pudimos sino postrarnos ante semejante salvajismo. Y ya, a punto de que los rayos de sol empezaran a calentar demasiado, se despachó a gusto entre oleadas de jóvenes hambrientos de jarana interminable con el ruido (bendito ruido) de guitarras de Maryland. Y como nada dura para siempre, su última aparición nos trajo a Muñeco y sus destellos místicos para dejarnos casi a oscuras, con las luces a medio gas del escenario, gracias a la intimidad melódica de Blacanova.
Ella es así. Capaz de hacerte sentir mil cosas distintas convirtiéndote en una marioneta inerte que se mueve bajo sus cuerdas, como si tu “yo” más profundo despertara del letargo de esta vida de fraudes, medias tintas y relaciones líquidas que se diluyen, al final, con la porquería de las alcantarillas de lo políticamente correcto. La música, como la naturaleza, no es moral ni inmoral, se instala en los planos extremos de los infiernos personales y de la euforia, anestesia las conciencias de los pecadores, eleva a los espíritus más puros fuera de sí, los retuerce y centrifuga hasta el dolor físico, despereza a los sentimientos humanos que hemos ido dejando hibernar para que no nos llamaran locos o raros por querer salir de la Gran Cueva en la que vivimos, todos arropándonos los unos a los otros. Sí, calentitos pero vacíos.
Volvemos a nuestro silo de notas, instrumentos y poemas para apagar, ahora sí, la luz. Ahora no la escuchamos pero sabemos que está allí. Ella es todo aquello que siempre quisimos conseguir y que dejamos por el camino. Ella es todos los “yo” que hay dentro de nosotros. Y espera, en silencio pero alerta, a tu próxima llamada. Play.