Me encantan las películas de ladrones y estafadores en las que un grupo de maleantes se reúne para planificar hasta el último detalle y ejecutar un robo sustancioso; me gustan las historias en las que al final ganan los malos después de desvalijar la caja de un banco o la cuenta corriente de algún acaudalado. Me vienen a la memoria montones de películas, como la protagonizada por unos soberbios Paul Newman y Robert Redford, titulada “el golpe”, que he visto muchas veces y no me canso de ver cuando la reponen; es un placer seguir a estos dos pájaros cuando, acompañados de un acompasado coro de rateros de toda especie, ponen en marcha un elaborado plan para desplumar a un gánster y vengar a uno de sus colegas.

Disfruto cuando veo salir del casino a un insolente Danny Ocean, en cualquiera de las versiones de la historia, con sus once compañeros y el botín del robo, mientras el burlado propietario del Belallio se queda con un palmo de narices.

Me agrada que escapen los cacos en esas historias en las que en realidad nadie pierde y todos ganan, los ladrones disfrutan del trofeo y las víctimas acuden al seguro para recuperar sus bienes y aquí paz y después gloria; por eso me apena asistir a su fracaso, como en el caso de “el quinteto de la muerte” de los hermanos Coen, en el que una extraordinaria Irma P. Hall, en el papel de la Sra. Munson, da al traste con los elaborados planes del Profesor G.H. Dorr, encarnado por Tom Hanks, y sus cuatro grotescos compañeros que, uno a uno, terminan con sus huesos en una barcaza basurero, camino de una enorme isla vertedero, mientras el botín es donado a la Universidad Bob Jones. He de reconocer que aunque me habría encantado que el insólito quinteto obtuviera el éxito en sus planes, tampoco esta historia termina tan mal, al final el dinero cambia de manos pasando de la banca al mundo de la ciencia y la cultura, con un coste de apenas un centavo por afectado.

Los ladrones del cine se ganan la vida de ese modo porque es lo que mejor saben hacer, son auténticos profesionales que se empeñan en la tarea con tesón, pero estoy seguro de que de haber tenido la oportunidad de desarrollar sus capacidades en otros campos más honrados, probablemente habrían conseguido parecido éxito.

En la vida real se supone que los países democráticos y avanzados regulan sus flujos económicos mediante leyes y normas que tratan de asegurar la distribución justa de la riqueza, procurando que todos los ciudadanos tengan iguales derechos y oportunidades de alcanzar un nivel de vida aceptable. El estado vigila a la banca para que asegure la liquidez de las empresas y controla el comercio para impedir abusos. Los gobiernos regulan las relaciones laborales para que los trabajadores perciban retribuciones justas y se financian mediante impuestos para procurarles servicios de salud, educación, protección social, seguridad, transporte, infraestructuras, etc. Una sociedad moderna cuida de sus miembros, vela por su libertad y les provee de medios para reclamar sus derechos.

Algunos habitantes de este planeta hemos tenido la fortuna de nacer en el seno de una de esas sociedades avanzadas, en un país que se define como un “Estado de Derecho” que atiende nuestro bienestar, pero siendo esto una verdad poco discutible ¿por qué tengo últimamente la sensación de que están metiendo las manos en nuestros bolsillos con todo el descaro del mundo? No solo creo que ahora somos nosotros las víctimas del golpe, sino que además, esta vez no me están resultando nada simpáticos estos ladrones.

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